"a Juliana. Por haberme devuelto la fe"





© Iván Gallo Sanabria

Primera Parte

Nadie contempla este cielo, ni siquiera los otros, mucho menos los otros que se han ido llevándose en sus maletas todo, hasta las lágrimas. Hace más de una semana que estoy acá y ya no se ven carros. La ausencia de carros hace que desaparezca el ruido entonces puedo respirar, pero el silencio es una herida que pesa como dos, y el sueño no llega, nunca llega.

Según la sentencia de Fuad en menos de dos días no quedará piedra sobra piedra en la ciudad. El último terremoto acabará con todo, por eso no hay carros, porque la gente no quiere morir en mayo. Yo me quedé, no recuerdo cuando le perdí el miedo a la muerte, pero es preferible temerle a ella y no a la vida; cuando uno teme respirar cada inhalación duele, en vez de aire lo que entra son astillas que pelan la nariz por dentro, no sangro, al menos no se me nota, imagino que la hemorragia es interna, por eso cada vez que estornudo un liquido espeso me sale de las fosas, no es sangre, es sólo podredumbre.

Son las dos y no he almorzado, por ahí en la cocina tienen que haber papas, si los cálculos no me fallan. Las aprendí a comer crudas sin siquiera quitarles la telita que las cubre, además cocinarlas, conseguir aceite, secarlas, son cosas que me fastidian terriblemente y no quiero otras complicaciones, bastante problema tengo con estar vivo.
Mi vida era cualquiera hasta que llegó Fuad. La ciudad comenzó a convertirse en este círculo de fuego que es hoy. Con él empezó el final, sobre todo cuando se tomó el Estadio Alfonso López para convertirlo en el lugar ideal para lanzar sus homilías apocalípticas, tal vez sin ese mensajero de Dios la muerte nos hubiese encontrado desprevenidos, en el estado puro de la inocencia y no en esta perfidia, esperándola o huyendo, gozando en lo más profundo porque Fuad tenía razón y el mundo sólo es una astilla partiéndose en dos.

Jamás he creído en las bondades de la tierra y mucho menos en la de los hombres, siempre los supe débiles, hartos de temer, trasegando la existencia con la sed de los vasallos. A nadie creí digno de vivir, en lo posible evitaba hablar con ellos, refugiándome en los libros encontraba un bálsamo a mi ansiedad de hablar con alguien, pero el paso de mujeres ante mis ojos hacía resquebrajar el mutismo, la misantropía, sus culos llenos y los ombligos salidos me hacían recordar que yo también soy de su estirpe. Ahora, cuando la ciudad se incendia (desde acá se escuchan las llamas crocar como si fueran ranas y además se puede ver perfectamente cómo el cielo se tiñe de rojo) me vengo a dar cuenta que la historia no importa; el pasado se comprime en un fracción de segundo. El fin está a cuarenta y ocho horas, la muerte me convierte en humano, no hay ataúdes, las llamas consumen los cuerpos insepultos de los que no alcanzaron a huir. Los que ahora huyen creen que escaparon del fin, pero no, sólo lo aplazaron. La muerte nunca ha perdido, soltaremos la roca antes de llegar a la cima. Antes que la venda cayera de mis ojos era feliz aunque no lo supiera, si bien nunca creí en el prójimo, la tranquilidad embargaba mi vida, bien refugiada que estaba entre los libros, en mi soledad y en el sabio distanciamiento con el que abordé mi carrera universitaria. Pocas fueron las personas que visitaron mi apartamento, ubicado en las afueras de la ciudad. Todos me miraban como lo que era, un forastero; eso ayudó a que me fuera al bosque de la universidad a consumir letras y alguna que otra sustancia psicotrópica. Todo lo veía sin ser parte de nada, mi condición de espectador me exoneraba de cualquier decisión. Es eso lo que más le he envidiado a las mujeres, su capacidad de decisión casi siempre recae en el hombre, eso les quita responsabilidad y angustia. A mi no me quitó lo segundo, pero me aumentó lo primero.

El mismo día en que Fuad anunció el tercer secreto que le había confiado la Virgen del Perpetuo Socorro la conocí. Éramos pocos los que quedábamos en la universidad, yo estaba inscrito pero no era suficiente para considerarme un estudiante. La mitad ya había sido embargada por Parmalat, buena parte del edificio de humanidades y las canchas de fútbol eran potreros donde vacas italianas comían su sustento y ya dejaban crecer sus abultadas tetas para que salieran de ellas mucha leche que los escasos estudiantes consumían. Existían dentro del Alma Mater profesores que aún creían que Fuad era un falso profeta, que lo de las tres profecías era un paquete chileno y que era increíble que intelectuales de la talla de Raúl Saldarriaga y Estefanío Benítez fueran a adorar al predicador en todas y cada una de sus homilías apocalípticas. En lo personal no sabía que pensar, las dos anteriores profecías se habían cumplido a cabalidad y si no me había retirado era porque no quería volver a Cúcuta, mi ciudad, a seguir viendo las mismas calles, repetir los momentos que ya había vivido, porque allá solo me espera el círculo que nunca se cierra, el carrusel eterno. Me daba igual si el mundo se acababa o no, todo me daba igual hasta que la vi.

El maletín cargado de libros arqueaba mi espalda, caminaba con dificultad por los pasillos de la facultad; no recuerdo cómo iba vestida y si me pidieran dibujarla no lo podría hacer, se me ha olvidado cómo era su rostro, las líneas que salían de su boca cuando reía, pero lo que sí se me ha pegado en la memoria son los ojos verdes detrás de sus lentes. Venía hacia mí acompañada de un grupo numeroso de gente y mi mano, que muchas veces tiene vida propia, la paró en seco tomándola del brazo: “necesito hablar urgentemente con usted”; en una primera instancia no pensé que esa fuera mi voz ya que la noté grave, cavernosa, pensé en una disculpa en decirle Uy que pena pero es que mi boca a veces hace esas cosas, pero ella no entendería de posesiones intempestivas. Entonces cuando creí que uno de esos tipos que la acompañaban se me iba a abalanzar, a decirme Bueno pues pelado me deja a la hembrita quieta y tal, ella abrió los labios y dejo salir algo muy parecido a “Podemos hablar si me espera, es que tengo clase hasta las ocho” y siguió caminado por el pasillo de la facultad con su andar lento y erguido. Me apresté a esperar el tiempo que fuera necesario en el mismo punto en que me había hablado; no osaba a mover un pie ya que me daba pavor que se perdiera, que por moverme estúpidamente ella no me encontrara. Los minutos pasaron, pensaba que ya no iba a volver, el tiempo se me hizo una eternidad, me arrepentí de no haberle preguntado su nombre, un teléfono cuando llegó.

–No hubo clase; es algo raro, el tipo siempre llega tarde o no viene, hoy llegó diciendo que su mamá se había caído del baño fracturándose tres vértebras quedando en un estado más que lamentable.
–En ese caso creo que cualquier profesor hubiera hecho lo mismo.
–Es que eso no lo discuto, el punto es que es la tercera vez en el semestre que la pobre vieja tiene el mismo accidente.

Viendo los comportamientos de la gente en Bucaramanga uno puede entender cómo aparecen tipos como Fuad. Cada vez eran más los casos de profesores alcoholizados que iban a dar sus clases como una forma de quitarse el dolor de cabeza que dejaba la resaca. La universidad, que alguna vez fue pública, ahora sólo era privilegio de ricos, en lo particular siempre me importó un pepino si donde estudiaba era estatal o privado, lo que sí desilusionaba era que paralelo al aumento de la matrícula iba descendiendo el nivel académico. Esta fue la tercera mejor universidad del continente por allá en los lejanos y mamertianos setenta, por eso vine acá a estudiar en una de las más prestigiosas universidades del país; pero qué va, eso ya es gloria pasada, no existe nada, sólo un panteón y unas vacas y boñiga y hongos y marihuaneros.
Todo eso lo pensaba mientras me fundía en la dulzura de sus ojos verdes, todo eso quise decir, pero soy tímido por naturaleza y hasta el mismo hecho de unirme tiempo después a Fuad fue producto de mi incapacidad de asociación. Siempre le achaqué mi mutismo a la misantropía, pero ahora recordando a los hombres (y a ella, sobre todo a ella) me confieso culpable de timidez y pienso en los grandes misántropos, siento pena por ellos, mucha pena por ellos. Le di paso al silencio, sabíamos todo lo que pensábamos pero eso no era lo importante; la conversación, lo que concernía a nuestros cuerpos, no había empezado. No importaban los vicios del profesor, ni la decadencia inminente de la universidad, caminamos sin saber donde, en línea recta, empezaba a sentirme como un imbécil cuando ella me preguntó a donde íbamos.

–Lejos de aquí, después de las seis la universidad me empieza a saber a mierda.

Ella entendió mis palabras y al parecer las encontró acordes con su gusto. Los atardeceres son bellos pero lejos de la universidad, más en estos tiempos fuadianos donde, como un huracán, las vacas se habían llevado poco a poco los restos del naufragio. Paré un taxi, le dije al chofer que me llevara a un bar en el que solía a ahogarme en el alcohol con el compañero Africano, atormentado hasta el totazo, borracho hasta la médula. A ella no le pareció importarle a donde íbamos, solo atinaba a respirar y a ver cómo el paisaje moría por obra y gracia de la ventanilla.
– ¿Entonces el tipo es un alcohólico? –le dije como por llenar un hueco, siempre sin abandonar la sonrisita estúpida.
– ¿Cuál tipo?
–El profesor.
–Eso parece.
–Claro y tiene razones para beber, sobre todo con lo complicado que está la cosa en el país, mire que cómo estaremos de desesperados que a falta de grandes lideres la gente le come cuento a un fundamentalista de pacotilla como el tal Fuad, imagínese, si yo estoy solo, ¿a donde voy? Pues a los libros, ni siquiera a la universidad ya que ya lo dijo el gran y noble del Carlyle “la verdadera universidad está en los libros” y entonces, ¿para que más? ¿O no?... Ah, es que la bebida es algo muy berraco–. Cerré los puños por no morderme la lengua, mientras hablaba sabía que mis frases eran obsoletas, más que cualquier otra frase de Fuad. Ella me miró como si un cólico se le atravesara en la garganta. Se volteó para seguir viendo el movimiento de las casas por la ventana del taxi.

En un intento desesperado por recuperar un poco de dignidad, encendí el infaltable piel roja, el taxista frenó en seco y volteando el rostro me ordenó que apagara el cigarrillo. Abrí la ventana (no la había abierto por miedo a despeinarme) y boté el cigarrillo. Me sudaban las manos y los lentes estaban empañados. Tuvimos que agarrar la 36, ya que la 33 estaba taponada.
–¿Volvieron a abrir las calles para ampliar los andenes? –le pregunté al taxista buscando recuperar la confianza perdida después del regaño, el tipo me miró extrañado a través del retrovisor.
–Es el maestro –me dijo mientras se santiguaba–, hoy se dirige a toda la ciudad, al parecer va a revelar el tercer secreto que le dijo al oído la Virgen del Perpetuo Socorro.

Desde Guarín veía la peregrinación, los hombres, todos de blanco levantaban un cristo sangrante, muchos de ellos se flagelaban rompiendo así la ropa y de paso las carnes. Un olor nauseabundo se levantaba hasta el cielo, que se empezaba a llenar de aves de presa que volaban en círculo; las heridas de los fieles se abrían con cada paso que daban, invitando a las aves a comer de ellas. Las mujeres lucían flacas y muchos transeúntes se reían, algunos incluso chiflaban y tiraban cosas a la cara de los disciplinantes. Acepté resignado la determinación del chofer, la miré a ella, que observaba sin pestañear la peregrinación. Quise preguntarle qué sentía al ver a la gente desperdiciar sus vidas de esa forma, pero no quise ahondar en el tema, hoy no tocaríamos a Fuad, no me lo permitiría. Sin protestar escuché una canción de Jorge Oñate: Muchas gracias por brindarme nada, hay nos veremos de nuevo, y murmuré el estribillo como quien llena un espacio, letras para el desaburrimiento. Ella me miró extrañada, pero era inevitable no saber de vallenato: a diario tenía que escuchar dos horas obligadas, heridas que quedaban de tanto montar en bus; desde hacía años no se escuchaba otra cosa acá y lo bueno que trajo Fuad fue dejar que los vallenatos dieran paso a los lamentos, a las oraciones que todos los días subían al cielo.

El taxi nos dejó al frente del bar, el mesero nos ubicó en una de las mesas del fondo, pude notar su extrañeza al verme entrar con una mujer y no con el sempiterno compañero Africano, como quien realiza algo por reflejo nos ofreció una carta, pero decidimos que no, que dos cerveza bien frías estaba bien. Hablamos y ella resultó llamarse Fernanda, estudiaba derecho y había nacido en la capital. Después de la tercera cerveza la imbecilidad se me había reducido ostensiblemente y pude explayarme, dejar el tatareteo para otra ocasión, contarle mis penas como quien vomita en un balde; ella también hacía lo mismo y se lo volvían los ojos más verdes a medida que hablaba de sí misma. Aunque no nos parecíamos en nada la supe cercana a mí, supe lo que era interesarse por alguien. Quería tocarla, invitarla a que permaneciera en mi vida. Empecé a impresionarla citando grandes nombres de la literatura, que Hemingway y su idea de sólo terminar una jornada de escritura sabiendo exactamente cómo empezará el siguiente párrafo al otro día; de Faulkner y el hecho de que el lugar ideal para un escritor sea un burdel, ya que de día se tiene la paz de un convento y de noche el cataclismo que sólo pueden producir las putas y el alcohol. Ella me preguntó que si había leído Luz de Agosto y le dije que no, que todavía no estaba preparado para entrar en su mundo.

–Sin embargo Yoknotapawa todavía no entra allí, la narración es lineal y hay un negrito al que le dicen Christman que lo persiguen hasta matarlo, alguna vez intenté leer El sonido y la furia pero confieso que me quedó grande. –dijo ella.
–Si, algo me han hablado de Luz de Agosto que es como una novela negra, de la tradición de Hammet, el de El halcón maltés, pero ¿sabes qué pasa con Faulkner? Esa puta adoración por Joyce, si no crees lo que digo, léete El sonido y la furia y te juro que hay paginas enteras que parecen calcadas del Ulises.
–Me parece que estás equivocado, una cosa no tiene nada qué ver con la otra –¿Cómo puedes negar eso? Si Faulkner fue escriba de él cuando quedó ciego.
–No, no, no… Vuelves a estar equivocado, el escriba era Beckett, no Faulkner.
–Bueno, bueno, la influencia es innegable. ¿Estás segura que fue Beckett?¬– Le dije no dando mi brazo a torcer. Ella iba a responder algo pero la llegada de la cuarta cerveza la interrumpió.
Seguí hablando las tonterías que alguien desesperado dice para llamar la atención. Hablé tanto que tuve la valentía de defender a Faulkner contra mis propias acusaciones, ya que nunca lo había leído, pero tenía entendido de que las mujeres eran astutas y siempre buscaban hombres inteligentes para salir de todas las dudas que tenían, argumenté magistralmente que en El sonido y la furia “la única manera de ver el mundo en los ojos de un idiota es poniéndose en el pellejo del mismo idiota y para esto nada mejor que el monologo interior, arma perfeccionada por Joyce para acabar de una buena vez con el arcaico concepto de la novela”; y así seguí poniendo en boca mía cosas que de ninguna forma me pertenecían. Todo lo que decía sobre Faulkner, lo había leído en las contraportadas de los libros que, apilados, tenía el papá de Africano; tampoco había ojeado a Joyce, y si lo cité fue porque en 1999 el Ulises estaba de moda al ser declarado el libro del siglo.

Todo esto lo decía para impresionarla. ¿Habrá fondo para la bajeza de un hombre, cuando de seducir se trata? No tengo nada en contra de las bajezas, creo que uno de los beneficios de estar vivos es traicionarse y traicionar. ¿Qué importan las máscaras? Yo a esta mujer no la iba a perder por un pequeño problema de moral, no señores, ese no soy yo. Ahora han pasado catorce meses desde esa noche, ahora ya no hay nadie en la ciudad, me veo resignado a comer papas, que por cierto ya empiezan a escasear. Ahora contemplo mi desgracia absolutamente resignado. Para que sufrir más, si según la sentencia de Fuad en dos noches ya no estaremos más acá.

–En Medellín o en Manizales me hubiese pasado algo así –dijo después de reflexionar–, aquí la gente es más voyeurista, se oculta tras las cortinas para verlo a uno pasar y nunca dicen nada, menos usted que se acercó y habló–. Y continuó diciendo cosas que hoy, a dos días del terremoto no recuerdo.

Ya habían pasado ocho cervezas cuando ella preguntó “¿Y a todas estas usted cómo se llama?” Y le dije mi nombre como quien pronuncia algo que no se debe pronunciar, ella se distanció en un silencio profundo y empezó a mirar cómo los carros pasaban por el asfalto tapizado de lluvia.

–Llovió mientras hablábamos–, empezó a tararear una canción quise preguntarle qué la había sumido en ese profundo distanciamiento, pero preferí callar y, como un reflejo, le alargué la mano y ella en lugar de rechazarla la apretó duro, como quien teme caerse. Su silencio no era más que un abismo, continué callado con los ojos agolpados en lágrimas y una sonrisa que me hacía parecer indudablemente una muñequita china. Cuando lo único que quedaba era besarnos, una voz que provenía de un parlante nos cortó el aire como con un cuchillo.

–Aló, aló… si, bueno, bueno… uno, dos tres –decía un tipo dándole golpecitos al micrófono con dos dedos–. Miren, yo me llamó Juan Adolfo Ortiz y soy el dueño de este bar, vengo a comunicarles algo que es sumamente importante, pero no sé si me están escuchando, ¿aló? Por favor levanten la mano si están escuchando. –La gente levantó los brazos a la vez como si se tratara de la orden impartida por una estrella de rock; de reojo la miré a ella y me di cuenta que no sabía ni su nombre, ni de dónde vivía–. Bueno, al parecer como que sí, miren lo que pasa es que el último secreto que la Santísima Virgen del Perpetuo Socorro le reveló a nuestro querido redentor Fuad ha sido por fin divulgado–, en esto el tipo sacó unas gafas visiblemente bifocales y empezó a leer un papelito arrugado –para bien o para mal, aunque yo creo que es más para bien que para mal, porque todo es por algo señores, todo es por algo; la hermosa ciudad de Bucaramanga será destruida por un terremoto dentro de un año dos meses y cinco días. Nosotros cerraremos el bar indefinidamente a partir de ahora ya que nos uniremos a los hombres de Fuad que se albergan en el estadio Alfonso López. Así que buen viento y buena mar queridos clientes a los que con tanto gusto atendí durante estos veintitrés años. Nosotros nos uniremos en cadena de oración para salvar nuestras almas curtidas de pecado.

Lo primero que hizo ella fue pararse, yo hice lo mismo, todo fue por un momento de histeria colectiva, la gente que al principio se paró se lo tomó con calma y al caminar por el asfalto tapizado de agua, fueron acelerando el paso hasta correr. Ella también corrió, yo le seguí y la tomé del brazo, pero ella lo agitó como quien se quita de encima algo muy molesto y pegajoso. No me di cuenta en qué se fue, me devolví a pagar la cuenta pero el administrador no quiso aceptar mi dinero, dijo que para qué quería esos papeles si en el reino de los cielos esas cosas no tenían valor alguno. Después de dos tragos de brandy que me regaló el dueño salí del bar. La llovizna desbarató mi peinado y en el trayecto hasta la casa vi como la gente se arrodillaba en los jardines de las casas para implorar un cupo a Dios en el cielo. Ya sólo pensaba en Fernanda y en su mirada verde, como también lo pienso hoy: un año, dos meses y cuatro días después; comiendo papas crudas y viendo la autopista repleta de nada.

Cansado de estar parado saqué la mecedora para seguir viendo el cielo y la autopista. A veces me fijo en otras cosas como por ejemplo en un árbol o un puente peatonal sin peatones, pero por sobre todo prefiero el cielo y la autopista. Todavía al lado de ella una fila interminable de postes de luz la iluminan; desde acá escucho el sonido ensordecedor que emiten, nunca pensé que tuvieran algún sonido, pero ahora, cuando todos se han ido la luz que sale de ellos no solamente ilumina sino que también grita como si le doliera salir a ver el final.
Después de todo y en medio de su inmovilidad la autopista todavía se mueve, hay momentos en los que escucho los motores de los carros rugir, y esos sonidos quedan atrapados en las cosas después de que se van. Ojalá las cucarachas me sigan escuchando cuando no esté más. He encontrado dos papas, las he juntado con las otras que tengo debajo del colchón. Con ellas burlaré el hambre hasta pasado mañana. El cielo se pone gris, aunque no hay nubes. El incendio parece acercarse, porque todo croquea desde hace unos días, como si alguien cansado de los designios fuadianos se hubiese empeñado en la tarea de cambiar el sino de la ciudad: no un terremoto, sino un incendio. Imagino al hombre detrás de este silencio, imagino su cara llena de hollín de ceniza pegada a su piel y lo que alguna vez fue blanco se negrea, se pudre, se convierte en pasado.

Dentro de poco será noche, por ahí debe haber un trago de ron, no sería mala idea destaparlo y brindar por el incendio. El incendio es la prueba fehaciente de que la ciudad se ha negado a morir. Siempre estuvo muerta esta ciudad, por eso es que uno salía a sus cafés y se aburría tanto, el té a medianoche y la sonrisa de una mujer furtiva y no más. El incendio es lo más importante que le ha pasado en años, es una pena que no haya nadie más para verlo.

El humo ya llega hasta acá, son casi dos cuadras las que se queman, huele a carne chamuscada, a cadáveres tostándose. A montoncitos fueron sacándolos como quien los asolea, no hubo tiempo para darles cristiana sepultura. Había tanta prisa, los buses atestados de gente, la cara de ella mirándome desde la ventana, mirándome y diciéndome con su mirada, pobre hijueputa, privarse de la dicha fuadiana por andar descalzo, y yo gritándole “¡no fue así! Uzuga, el compañero, andaba descalzo y yo no podía verlo sufrir de esa forma”, pero ella no me escucharía pues el bus ya había arrancado y yo acá entre cadáveres surcando la autopista a pie refugiándome en el apartamento, en el mirador como quien desde en un palco ve el espectáculo de una ciudad ardiendo sola. El incendio parece arrastrarlo todo, puede que Fuad haya estado equivocado, que no sea un terremoto sino un incendio. Nadie pudo determinar que el Apocalipsis viniera con Fuad, y por eso esa noche en que llegué a la casa todavía pensaba en ella y en su nombre, y no en el fin, que para mí, escéptico por naturaleza, solo era una patraña del impostor.

En la noche de la revelación del último secreto me senté en el sofá dispuesto a desocupar botellas y a escuchar música. Yo vivía con dos hermanos y a esa hora no habían llegado, así que puse cualquier CD sin importarme qué tan duro pudiera sonar. Sonó un bolero Dime que por mí no tema, de Celia Cruz cuando formaba parte de la Sonora Matancera. Celia no siempre había cantado en Miami, en épocas pre-castristas vivía en la Habana con su familia y cantaba en el grupo de todos los cubanos, orgullo de Latinoamérica presencia infaltable en las noches del Tropicana, atestado de gringos sentados cómodamente en sus sillas destapando sendas botellas de whiskey, las fuentes de agua se elevaban imponentes hasta el cielo, ellos se inquietaban, miraban a la orquesta, uno de ellos levantó la mano llamando al mesero.
– ¿Quién es la negra que canta tan fuerte?
–Es la estrella de la noche–, le respondió inclinando levemente la cabeza en señal de adoración –¿Por qué, quiere un autógrafo de ella?
–Para nada–, responde el gringo en un pésimo castellano –lo que pasa es que no nos deja hablar, ¿podría hacernos el favor de decirle que cante más bajo?–. Diciendo esto le ponía en el bolsillo un billete de cien dólares cuidadosamente doblado.
El mesero, siempre con la cabeza gacha recorrió el camino que lo llevaba a donde estaba la orquesta y esperó a que sonara el solo de trompeta, para subirse a la tarima y decirle al oído a Celia lo que el hombre había ordenado. Ella preguntó qué tan bajo quería que cantara y el mesero para curarse en salud le dijo “yo que sé chica, lo más bajo que puedas, ¡si es posible no cantes!”, y ella fue retrocediendo lentamente hasta esconderse detrás del bajo y contrabajo y la orquesta se fue apagando lentamente como una locomotora deteniéndose. Y los gringos levantaron las copas y pudieron cerrar el trato en paz. Pocos años después ella se fue a vivir en Miami y los latinos la eligieron unánimemente como la reina, ellos mismos llenaron coliseos en Nueva York y en todos los estados de la unión pero a los gringos nunca les gustó y fue una gran frustración para ella que siempre estuvo dispuesta a servirles. Todo esto pensé mientras tarareaba Dile a tu nuevo querer, que no hay nada que temer, porque hace ya mucho tiempo que te borré de mi mente, y no me acuerdo de ti, pues toda mi ilusión la tengo puesta en alguien, que me merece en verdá”, y en un poco de cosas que por culpa de esta noche roja (donde las llamas ya rasgan las nubes) no recuerdo. El ambiente se llenó de música y yo de tragos, allí mismo y pensando en la mujer y en sus ojos me quedé dormido después de El Trompeta y antes de Fichas negras.

Los hermanos llegaron después de las nueve, por lo que vi no habían dormido pues estaban pálidos y con la barba enmarañada y grasienta y el pelo revolcado, algo extraño en ellos que eran buenos hijos de los ochenta y por lo tanto no abandonaban la vieja costumbre del blower y el New wave.

– ¿Estuvo buena la rumba anoche, o qué? – Les dije para aligerar el ambiente que en ese momento estaba denso.
–Pues no, no estábamos rumbeando–, contestó el más alto quien como por regla general también era el más imbécil –el que sí creo que se tomó más de uno fue otro.
–No sé de dónde saca güevos usted–, empezó a rezongar el otro mientras sacudía la cabeza. Era el más bajo y más pacato, en su infancia fue Boy Scout y de los buenos, ya que siempre ganaba medallas, las tenía, si la estrecha memoria no me falla, en el espaldar de su cama–. ¿Es que no se da cuenta que en menos de año y medio no quedará piedra sobre piedra en la ciudad?

Me cantaletearon como dos horas, yo los miraba con mis ojos chiquitos desde el sofá, allí pensaba botando babas en el pelo rubio de Fernanda, en que a ellos no les parecería bonita ya que estaban acostumbrados a la mujer bruta de tetas grandes y no a las flacas de gafas que muchas veces después de tirar tenían cosas qué decir y no se quedaban en la quietud, en el maldito mutismo de las tetonas. El más grande se agarraba los pelos, mientras el bajito caminaba desesperado por el balcón, donde ahora tengo la mecedora y me balanceo esperando que las llamas vengan por mí. “Si se callaran un momento podría escuchar el preludio del almuerzo, pero sus voces parecen bloques de hierro cayendo por el piso”, pensaba en ese momento. Gracias al fragor que tenía el más alto, pude ver que se le había caído una especie de estampilla y al recogerla me di cuenta que tenía la imagen de Fuad. Por eso sus recriminaciones, por eso el desespero.

Allí empecé a temblar, al ver que Fuad también atacaba a arquitectos o al menos a estudiantes de arquitectura (los dos estudiaban esa carrera en la recientemente desaparecida universidad Santo Tomás) siempre tan centraditos, tan buenos estudiantes. Al principio empezaron a ir a sus homilías porque los curas de su universidad se habían devuelto a España asustados por la ola de fanatismo que se difundía en la ciudad; vendieron sus Play Station, pasión que los absorbía por completo, y renunciaron a la televisión por cable; así que aburridos se fueron un sábado en la mañana al Estadio Alfonso López y volvieron al mes, con el pelo largo, la barba enmarañada, sin el blower ni brillo en los ojos.
–Estamos con Fuad–, me dijo el más alto al ver que yo había recogido la estampita.
Me hablaron de Fuad y de cómo había llegado una mañana del 97 sin nada en las manos y con un LP de Felipe Pirela debajo del brazo, borracho y sucio como todos los días, se iba a tomar por los lados del mercado de Guarín, a una tienda que, si no estoy mal, se llamaba Los inquietos. Una de esas mañanas en que amanecía entre cáscaras de aguacate y picotazos de chulo, siempre con el disco debajo del brazo, amaneció sin resaca y con la firme intención de irse lo más pronto posible a la Puerta del Sol. Una vez llegó al lugar (eran como las dos de la tarde y el sol le caía directamente en la cabeza) se le apareció una luz que a él se le hizo muy parecida a la de Encuentros cercanos del tercer tipo, película que él había visto en estreno en el Andalucía. La luz se fue disipando y él pudo apreciar con total nitidez la imagen de la virgen del Perpetuo Socorro. Dicen que ella lo invitó a una changua con arepa y que hablaron como tres horas, mientras él comía ella misma agarraba su túnica y le limpiaba la cara que la tenía llenita de cáscaras de aguacate y una sustancia rara que la Virgen asoció con la mierda del chulo. Una vez le limpió la cara le dijo tres cosas en el oído, los transeúntes que pasaban en ese momento por los lados del hotel Chicamocha se asombraron al ver a una mujer bonita besar en los labios a, lo que parecía, un mendigo apestoso.

Decía el más alto –que por cierto era el que más hablaba– que la virgen le dijo a voz en cuello que tenía que cambiar de vida ya que estaba para grandes cosas acá en la tierra. La virgen del Perpetuo Socorro se fue antes del mediodía no sin antes anotarle en un papelito las tres grandes desgracias que azotarían a la ciudad. Fuad sabiendo que no se debe perder el tiempo cuando se pretende salvar al mundo se paró de la mesa e ignorando la resaca empezó a contarle a la gente que esa señora que lo acompañaba era la virgen, la virgencita del Perpetuo Socorro. El dueño del local lo sacó a empellones de allí y le dijo entre otras cosas que era un apestoso y un loco hijueputa.

Fuad no se amilanó, al contrario tuvo más fuerza, de todas las limosnas que recibía –dicen los que lo conocieron antes de fundar la secta que tenía un tumor del tamaño de un balón de micro en la cara y que esto ayudaba mucho a su profesión de mendigo– ahorró y compró un megáfono, eso sí a crédito, para hablar por las calles sin quedar afónico. En los primeros dos meses sólo lo seguía un borracho y un ex campeón nacional de bici-cross que por culpa de las drogas había caído en la indigencia. Día y noche Fuad le contaba a las calles su experiencia con la virgen y no perdía oportunidad para divulgar la primera desgracia: los dos viaductos que unen a la ciudad con Floridablanca, caerían sin piedad sobre los habitantes del barrio san Miguel. La gente se reía de tamaño disparate: “¿A quién se le podría ocurrir que se caerían los dos viaductos? Si han sido construidos por acreditadísimos ingenieros alemanes y esos monos ojiazules divinos no se equivocan jamás, no m’hijita, porque esa gente sí estudia oye, estudia muchísimo”.

A las dos semanas con sus horas y segundos (tal como lo había predicho Fuad) los dos puentes cayeron contra los miserables habitantes del Barrio San Miguel. Al parecer y después de un exhaustivo análisis no se encontraron causas lógicas para explicar el suceso. En ese momento la gente comenzó a hablar del tipo ese que andaba por ahí todo andrajoso, que recorría las calles con un megáfono, un tumor tapándole media cara y los tenis rotos. Las dignas señoras de nuestra sociedad se vistieron de gala para recibir en sus casas al nuevo Mesías, por designio suyo mandaron a demoler el intercambiador vial de la Puerta del Sol –obra cumbre de la arquitectura bumanguesa– para construir allí el gran santuario de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, que en un principio tuvo una capacidad para ocho mil feligreses, cosa que empezó a ser insuficiente ya que ríos de gente venían a verlo en sus homilías que eran de lunes a lunes. Ante la inminencia de que el santuario fuera insuficiente, la primera dama de la ciudad propuso que se trasladaran al Alfonso López ya que a éste le cabían más de veinte mil personas. Esto desató la ira de los hinchas del Atlético Bucaramanga y de los mismísimos universitarios que por esa época leían y eran ateos. El más alto recordó que ese año hubo manifestaciones contra el fanático ese que al paso que iba acabaría con la ciudad.

Fue en este punto donde Fuad demostró más entereza de ánimo y sus dotes de político, pues reveló el segundo secreto: La universidad sería vendida a una conocidísima empresa italiana de productos lácteos. Los estudiantes no se dejaron amedrentar por la profecía, ¿a quién se le iba a ocurrir que el gobierno iba a vender la Universidad para transformarla en potrero? Primero la privatizan para forjar a los futuros dirigentes de nuestra sociedad, aunque todo eso siempre se demora un buen tiempo.

Al mes exacto de que Fuad dictara su sentencia, la universidad fue cedida a Parmalat. Al parecer el rector había firmado un contrato multimillonario con esa empresa para proporcionarle al estudiante leche y yogurt en los desayunos. El dinero no pudo ser cancelado a tiempo y antes de que remataran prefirieron vendérsela por nada a la empresa de leches. Los estudiantes quedaron helados en vez de protestar agacharon la cabeza y de rodillas le suplicaron a Fuad que los perdonara y que los dejara pertenecer a su congregación; Fuad dando muestras de su infinita gracia los acogió en su seno.

Los feligreses crecían todos los días. Desde Cúcuta millares de enfermos llagados y purulentos venían a la ciudad de la alegría para que Fuad los tocase con su manto. El templo ya no podía albergar a toda esa gente, además no volvían a sus casas (se supo que la primera dama de la ciudad se había trasladado con todo su séquito al templo), esto hizo imperativo trasladar a toda la comunidad a un sitio más grande, así que se fueron al Alfonso López.

Fuad hasta último momento se negó al traslado. Él decía que los aficionados también tenían derecho a divertirse así fueran sólo “unos desgraciados impíos que sólo merecían la muerte”. El representante de los estudiantes tomó la palabra “por eso no hay ningún problema, nosotros despojaremos de su propiedad a esos burgueses de mierda. No te preocupes amo y señor, que dentro de poco el Estadio será el nuevo templo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”. Armados de pancartas, consignas y fusiles, los estudiantes aplastaron a los dos mil hinchas de la barra Ordoñese de la risa y a otros mil de Fortaleza Leoparda Sur. La batalla sólo duró cuarenta y cinco minutos. El camino se había despejado, el Estadio sería el nuevo templo.

Los hinchas sobrevivientes decidieron botar sus trompetas y camisetas amarillas y sin pensarlo mucho se unieron a la congregación, más por desocupe que por fe a Fuad. Pero como él, y sólo él, tenía el poder de hacer cambiar al más radical –lo digo por mí, queridos hermanos míos– con el paso de los días se convirtieron en convencidos y abnegados fieles; algunos, los que acostumbraban pegarse todos los domingos contra la policía, se convirtieron en su guardia particular.

Los veinticinco mil fuadistas no quisieron salir de allí y como la fama de Fuad se extendía inevitablemente por todo el país, miles y miles de personas no paraban de llegar a la ciudad bonita. En el parque Santander llegaban los buses de Cimitarra, Zapatoca, San Vicente de Chucurí, la Algabarra, La Don Juana, etcétera. Todos dispuestos a escuchar y seguir las órdenes del nuevo redentor.

Tuvieron que demoler las tribunas Norte y Sur para que toda la gente cupiera en el mismo sitio y ponerles dos pisos a Oriente y Occidente quedando el estadio con treinta y cinco mil sillas más que el Maracaná.

Todo esto me dijo el más alto. Busqué desesperado entre mis bolsillos un cigarrillo pero no lo encontré. El más alto empacó y le dijo al bajito que hiciera lo mismo, pero rápido. Se fueron. No los volví a ver, ni siquiera en las noches que pasé en el estadio, al albergue de Fuad y su gente. Creo que terminaron despreciándome. Después de aceptar que no tenía cigarrillos volví a poner un CD que estaba antes de yo llegar. Entonces pensé en ella.

No me cabía la menor duda que era una de las trescientas treinta y ocho estudiantes que todavía recibían clases a pesar del cierre de media universidad. Ella no se rendía a los pies del profeta.
Al asomarme a la autopista vi que los carros iban y venían, unos al sur, otros al norte. Ninguno se detenía en seco. ¿Ella estaría en uno de esos colectivos repletos de gente y de pensamientos flotantes? La única forma de saberlo sería detener bus por bus y revisarlos hasta encontrarla mirando por una ventanilla, tratando de encontrar el origen de la vida en la marca de los carros. Me veía abajo, en la mitad de la autopista, deteniendo los carros en seco, como un improvisado policía de tránsito obsesivo, deteniendo buses repletos y obligándoles a bajar toda la gente. Me quedarían dos vías más para detener, tendría que convencer a alguien para que me diera una mano. Vería a alguien muy parecido a mí pero que también tendría la cara de africano y unas películas debajo del brazo. Lo pararía en seco “ayúdeme hermano que estoy buscando a una pelada y no sé dónde encontrarla”; el tipo trataría de escabullirse sacando un pretexto cualquiera “tengo que ver estas películas hoy mismo porque si no me cubran multa y esas cosas”, pero lo agarraría del brazo y me quitaría las gafas de policía y le diría mirándolo a los ojos que era una cuestión de vida o muerte encontrar a esta mujer. Detendríamos todos los buses que vendrían por la autopista pero nos haría falta otra vía y justo cuando el hombre que se parecía, a mi empezara a sentirse bien con su trabajo se desanimaría, botaría las películas al suelo, se iría refunfuñando y yo dejaría de pensar tantas güevonadas. Ni una dirección ni nada, tanto seguirla, tantos días esperándola en la entrada en la universidad para volverla a perder. Ojalá tuviera razón el loco de mierda del Fuad y todos ardiéramos de un momento a otro.

Por la posición del sol supe que era mediodía, el sudor que me recorría el cuello me avisó de la imperiosa necesidad del baño. Podría pasar veinte años sin bañarme, con la barriga puesta al sol hinchada y verdosa. De niño nunca me bañé los sábados y eso que vengo del valle de la muerte, donde todo se pudre y se parte en dos. Huelo a almizcle y a mierda, hay una costra que recubre la espalda. Soy una tortuga gigante, el nuevo monstruo del sol y del cují. Fernanda parecía limpia, elegante –a veces levantaba el dedito más pequeño de su mano cuando agarraba el vaso– flaca y blanca. ¿Qué se sentiría ser tan limpio y tan blanco? Las raíces negras del pelo delataban que las puntas amarillas eran producto del agua oxigenada, pero qué importa, la realidad casi siempre nos lleva al llanto, sólo en la mentira está lo bello. Fernanda está hecha por mí, por mis recuerdos. Poco puedo hacer tan lejos de la caravana –ya los buses que partieron no se ven– lo único que queda es el recuerdo, después no es nada, ni la calma. Los recuerdos lo suavizan todo, la casa, el parque, la universidad, la mujer que yo hice de tanto recordarla.

El incendio se ha comido tres manzanas, la brisa sopla y se convierte en una mano de fuego que destruye todo lo que toca. Desde acá se escucha el crepitar de la madera carcomiéndose en llamas. Nadie quemó esta ciudad, lo hizo ella misma de tanto odio. El fuego ha convertido la noche en un día pequeñito. El cielo parece de cartón rojo. Las ratas salen desesperadas de las casas, se suben a los árboles pero allí también les llega el fuego y las chamuscan. Ellas sobrevivirán a la catástrofe. Las ratas son la prueba fehaciente de que el mal prevalecerá sobre el bien. Es el único animal que se reproduce; el león del África que se niega a morir por su misma leonicidad se siente apocado ante la rata ramificándose, convirtiéndose en río. Los ojos se me cierran y yo dejo que lo hagan quiero estar así casi ciego, que sean cinco minutos, escuchar al fuego y el silencio; quiero respirar sin que me duela la nariz, quiero descansar de tanta vista.

No sé cuánto he dormido. Todavía no amanece. El sueño me ha dejado muy cansado. Entre todo lo que soñé me encontré en un pasillo a Africano, el compañero de juergas. Juntos tomábamos cervezas en una calle repleta de almendros, nos reuníamos en las noches a ver películas en su casa o cualquier partido de fútbol. Era un snob inveterado, como yo, hablábamos de Fassbinder sin haber visto una de sus películas. Leíamos mucho a un crítico de Medellín que ya había muerto y por quien conocimos a Rainer Werner. El snobismo era nuestro lazo de unión. Lástima que yo lo haya tenido que matar. Africano era un buen tipo; recuerdo que quería irse para la capital porque no soportaba a Fuad y todo lo que se había generado en torno a él. Se iba a estudiar cine en la Universidad Nacional y por eso estábamos en Jazz Note celebrando, relamiéndonos como dos perros las heridas mutuas.
–Esto debería ser una celebración y no otra cortina de quejas, ya pasó en la Nacional y va a estudiar lo que le gusta ¡brindemos por eso!
– ¿Y que, que voy a hacer después de que me gradúe? Películas como Orson Welles no, estamos en Colombia y lo más seguro es que termine haciendo comerciales de Copitos Johnson & Johnson’s.
–Eso no es una constante. Acá lo que hace falta es talento y usted lo tiene, mire que le quedaban bacanísimos esos cumpleaños de su abuelita filmados en la finca.
Africano ahogó su risa con un profundo trago de cerveza, después se le empañaron los ojos y tal vez recordó que Welles había hecho la mejor película de la historia a su edad. Ese es el mayor defecto que tenemos los snobistas: el puto ego. Por él es que nos comparamos con los más grandes, vieja costumbre de leer biografías. Caíamos en depresiones profundas pero se quitaban con una cerveza, como la que se tomaba en ese momento el fiel compañero Africano.
–Vámonos para Bogotá, póngase a estudiar mercadeo y publicidad y déjese de meter mentiras con la Historia que eso no es lo suyo.
– ¿Y quien dice que la literatura no es lo mío?– le contesté.
–Yo no lo digo, pero algo debe ser lo suyo; a los dieciocho Rimbaud lo había dicho todo, Dostoievsky a los veintitrés era el nuevo Gogól...–Y ahí sacó toda su retahíla, recordándome que ellos eran genios y yo no–, entonces si uno no es genio tiene la obligación de gestarse una obra por medio del sacrificio o si no hay que ver al Vargas Llosa que a punta de rigurosidad casi historiográfica se ha convertido en el mejor de los novelistas históricos vivos. Además es un putas, a los quince se escapó con su tía (veinte años mayor que él); imagínese mientras nosotros nos masturbábamos por las tías él se las comía. Lo peor es que eran los cincuentas y la familia no podía permitir esa infamia. El papá de Mario que vivía en Estados Unidos se regresó al Perú y con un rifle cargado los buscó por todo el país. Fue tanto el acoso, que se marcharon a París, donde ella murió –Comprobé que esto era mentira ya que uno de los últimos libros que leí antes de unirme a Fuad fue La tía Julia y El escribidor, así que supe que Africano era un farsante–. Y Vargas Llosa tuvo que ganarse la vida escribiendo en Le Monde y a los veinticinco ya era conocido como el Sartrecito latino y ¿nosotros qué? Tomando Brandy con plata del Papá, en vez de estar leyendo y escribiendo, gestándonos una inmortalidad propia. Y eso que no le he contado la anécdota que le atribuye Cabrera Infante. Este güevón de veinticino años sólo en su buhardilla parisina, con la nevera y el estómago vacíos. Todo el día dele y dele al tecleo de su máquina de escribir y de un momento a otro pum, tocan la puerta, Cabrera Infante estaba en la otra pieza y se desespera porque Mario no para de escribir, va hasta la puerta y abre, una rubia despampanante pregunta por el arequipeño este de mierda, Cabrera Infante de mala gana le dice que entre, la rubia se sienta y el cubano vuelve a su cuarto. Desde el cuarto sigue escuchando la máquina sonar, cuando se interrumpe escucha la voz del escritor diciendo: Vístete por favor. Después sigue el tecleo y luego un portazo. Jueputa le dijo que no a una parisina envuelta en piel de bisonte.
–La piel de bisonte es asquerosa y la gente que la lleva más.
–El punto no es la piel de bisonte, el punto es haberle dicho que no a esta vieja, marica –Y se llevaba las manos a la cabeza–, nosotros dejamos de escribir por ver una película porno y este man le dice que no a una parisina de piernas largas, es un genio güevón –Detuvo súbitamente su retahíla y dijo moviendo sus dedos–. Escuche marica, escuche, éste es otro de mis hombres, el creador del blues, el que le dio el mejor consejo de la historia del rock al maricón del Jagger. Escuche marica, escuche, aprenda y respete.

Africano agachó la cabeza y en un imperceptible tarareo pudo escuchar los acordes de Road to Move de Jhon Mayall. De entre toda la gente que entraba y salía del bar, en una de esas oleadas llegó ella, venía agarrada de la mano de un tipo alto y barbado “¿quien será ese hijueputa?”, me dije mientras desocupaba la séptima cerveza. Africano alzó la cabeza y ya borracho reanudó su perorata: que Foucault se había comido su primera verga a los trece años y de un periodista deportivo que había conocido la gloria aún imberbe; yo no lo escuchaba (me importaba una mierda lo que estuviera diciendo) ya que mis ojos se habían posado sobre ella, casi con la misma intensidad con que hoy miro a la autopista. Era tanta la fuerza con que la miraba que ella lo notó, al voltear sentí su turbación, le dijo algo a su compañero y como un ramalazo se vino hasta mí.
–Siento mucho lo de la otra vez, me fui sin pagar ¿cuántas cervezas me tomé?
Antes de que me saliera una baba le contesté que no sabía, que era mejor olvidarse de ello pues yo había invitado.
–Ni pensarlo, me imagino el dilema que habrá tenido por gastarle a una mujer sin haber recibido nada a cambio.

Africano que ya casi dormitaba se levantó ante las palabras de Fernanda, al mirarme no pudo reprimir la carcajada; la cara se me puso como la carne cruda, los ojos se me llenaron de lágrimas cuando ella tiró en la mesa un billete de veinte mil.
–Espere un momento, ¿a qué viene esto? Yo sólo quería invitarla a unas cervezas.
–Pero no podía negar que también quería besarme.
–Pues no, y si es así ¿qué tiene de malo?
– ¿Si ve? ¿Ve cómo tenía razón? Y no habrá podido dormir en paz de sólo pensar en su frustración.
–No he podido dormir en paz porque he temido no verla más.

Africano, Fernanda y el tipo alto que la acompañaba estallaron en una sola carcajada. Después se callaron y ella me miró con desprecio. También se volteó y se sentó muy cerca del tipo que aprovechó para pasarle el brazo por la espalda y darle un sonoro beso en la boca. No sabía que era más humillante si irme o quedarme, al fin el tipo que iba con ella se puso bravo porque había pedido una canción de Taj Majahl y al final no se la habían puesto. Se paró abrazándola y sin mirarme se fueron.
– ¿Qué fue lo chistoso Africano? –le pregunté sin malicia.
– ¿Como qué? Fue realmente patético, ¿de verdad pretendía besar a esa mujer? ¿A esa mujer de piernas largas y ojos verdes? ¿Es que no ve al tipo que la acompaña? Es un ganador y usted, usted no es nadie, un güevón que sueña con encontrar su sino y que posiblemente se quedará calvo en su intento y morirá solo y sin brillo, sin nada digno para ser recordado. Usted debe aspirar a la gordita bigotuda, ¿sabe cuál fue el éxito de Casanova? No, no sabe, pues que él reconocía sus limitaciones. Casanova sabía escoger muy bien, porque se conocía a si mismo. Las memorias por Dios, qué bien hechas que están, dicen que Fellini se las sabía de memorias y por eso se enamoró del personaje, lástima que la película no haya salido del todo bien
– ¡Cassanova! Cassanova me importa un culo, no era feliz.
– ¿Y quien lo es maricón? ¿Sabe cuantas mujeres se comió Cassanova? ¿Cuántos años tiene usted?
–19 –mentí– los mismos suyos.
–Pues a los 19 Cassanova ya se había acostado con más de veinte mujeres.
En su sarta de palabras citó a más de treinta personajes célebres, entre ellos a Picasso “que a los 19 ya representaba a España en la primera feria mundial del siglo XX”, y un largo etcétera de jóvenes genios.

Aquella noche llegué a la casa teniéndome de las paredes, invité a Africano a quedarse allí. Prometí solemnemente ir en la mañana a trotar con él y a seguir celebrando como en caravana fúnebre su inminente paso a la capital. Le dije que se quedara que le prestaba ropa y seguíamos la bebeta. Cuando desperté él ya no estaba. El sol tenía pinta de mediodía, extrañamente no me dolía la cabeza. Fue después del baño, justo en el momento de afeitarme que empecé a sentirme mal. No era el dolor de la resaca, la cosa era mucho más grave, pues sentía la nausea del que siempre pierde.

Amaneció haciendo frío, esto me viene bien, al menos justifico el saco y la sudadera que he dejado por no tener ganas de cambiarme. El incendio no ha parado, al contrario, las llamas siguen devorando cuadras. A pesar de no comer sino papa, la barriga me ha crecido casi hasta las rodillas. Además no hago nada, antes no hacía mayor cosa pero al menos iba a la universidad y allí subía y bajaba escaleras. Si el mundo no se acabara mañana lo más seguro es que terminaría mis días en un hogar para ancianos, chorreando baba y acariciándome la barriga que sería de proporciones elefantiásicas. El futuro es próspero dentro de poco moriré, ojalá que no me de por llamar a Dios cuando los edificios comiencen a caer.

En una revista de variedades dicen que las papas crudas son muy buenas para el colesterol y los triglicéridos. Yo de medicina sé más bien poco, lo que sí sé es que las encías me han empezado a sangrar por tener que masticarlas así. Siempre duele, sobre todo al primer mordisco. Todo lo que muerdo lo dejo manchado de sangre.
Al primer carro que pase por la autopista me voy con él. Ojalá lo maneje una mujer y que esté casi desnuda. Si me dice ¿A dónde vas? Le contestaré A donde quieras. Sé que no es buena hora para las erecciones pero acá estoy mujer, en el puesto que alguna vez ocupó tu amante, dispuesto a que me lleves al placer de morir cien veces. Ella no ofrecerá mayor resistencia, sobre todo en el momento que mi mano cruce el límite de la ingle, allí me dirá: Oye, soy Susana, la de los quince polvos en la cama. Así que sos Susana, ya había oído hablar de vos, y me morderá el lóbulo después de decirme Métemelo.

La autopista permanece vacía, ahora serán las nueve. La papa cruda se ha cansado de engañar el hambre, quiero carne, mucha carne. Antes de metérselo le pediré a Susana que me dé comida, que si quiere que la parta en dos tendrá que darme carne y un cigarrillo prendido.

Desde acá se veía hasta Ruitoque, ahora no se ve nada. Las montañas se han corrido, le hacen calle de honor al terremoto. Yo le unto la miel en los pezones, ella con su lengua larga le pide que le eche babas justo en el sitio donde tengo que metérselo.

Las manos se me quedan quietas, ya inútiles vuelven a ocupar su puesto, sosteniéndome en la baranda del balcón. ¿Cómo será mi reflejo en el espejo? ¿Será que la muerte ha ejercido algún vestigio sobre mi rostro? La muerte está a un solo día; conmigo morirá el mundo, debe ser terrible ya no estar más acá, si no es acá ¿entonces en dónde? Por primera vez me siento vivo y con miedo de que todo esto se acabe. Ojalá se detuviera todo movimiento menos mi mente. Si fuese no moverme más, si la muerte sólo fuese la negación del movimiento, pero desde mi precaria condición de condenado puedo notar ya la oscuridad del no ser y viene el abismo sin fondo, donde el golpetazo nunca llega y sólo se podrá pensar en lo que no viene, en el tiro de gracia que es mi cara contra el piso.

A la semana de haberla visto la empresa de lácteos terminó de adueñarse completamente de la universidad, por consiguiente yo me quedé sin nada qué hacer. Así que con todo el tiempo a mi disposición empecé a idear proyectos para olvidarme de mis infortunios, intenté primero, hacer una novela, pero el tortuoso recuerdo de Fernanda no me dejó enfocar. Lo que más admiro de los escritores es que pueden transformar sus reveses en victorias, que a pesar del hambre y el desengaño pueden trabajar; yo necesito de mucho amor, muchas caricias y es por eso que no soy un escritor, ni nada; sólo un hombre solo que llora porque los otros se han ido. Fui incapaz de transformar su desprecio en un arma; no tenía nada qué decirle al mundo.

El no poder escribir hizo que me convirtiera en el embrión que soy ahora; una especie de vegetal gigante y monstruoso que se pasaba las horas comiendo y mirando el cielo sin nubes. Me empecé a sentir mal cuando quise buscar a los compañeros de clase y descubrí que todos se habían ido al Alfonso López. No leía ni veía cine, mi única distracción era masturbarme para que las tardes no se pasaran tan lentas. Los viaductos estaban abajo, por eso no me iba, el aeropuerto se la pasaba lleno y nadie en mi ciudad me reclamaba. Lo que hacía era recorrer día y noche la ciudad hasta cansarme y después llegar a la casa y echarme un pajazo. De cuando en cuando me sentaba en una banquita a ver pasar los carros, los pocos transeúntes se detenían a verme bostezar, me miraban con tristeza y se susurraban unos a otros: “qué pecado, lo que es no tener Dios”. Muchos creyeron que tenía hambre, así que me dejaban moneditas a mi lado. Al principio esto hirió mi honor y entonces las tiraba en la cañería, pero después empecé a ver las conveniencias del negocio, así que envolví en una media mi orgullo y decidí ser un mendigo.
Dejé de bañarme y me iba bien temprano a la banquita. La gente empezó a acostumbrarse a ver mi roñosa figura todos los días allí. Cuando los buses dejaban de pasar era la señal de que ya debía volver a casa, no sin antes comprar cosas para comer en las escasas tiendas que aún no habían cerrado. Era la única persona en la ciudad que todavía tenía eso que los del Estadio despreciaban tanto y era la ambición. Aprendí a manejar la pataecabra y con ella abrí más de una puerta; todos los supermercados para mi, llegaba hasta la casa con un carro de mercar lleno de helados derretidos y papas fritas viejas pero que sacaba gratis y que aprendí a comer con gusto. El viejo gusto de niño de quedarme invisible y entrar en un sitio y robarlo todo se me cumplía. Que oraran por mí todos los que estaban encerrados esperando la muerte.

Fueron dos meses de relativa calma, pero como perder era mi sino, un día me encontré con un ex compañero de universidad. Lo vi de lejos cuando se acercaba a echarme una moneda, no me había reconocido hasta que se acercó tanto que yo no tuve necesidad de levantar la cara para saber que él estaba allí.
– ¿Pero qué tenemos acá? Si no es nada más ni nada menos que el compañero indescriptible, rutilante promesa de la nueva historiografía colombiana.
–Perdón señor, pero usted me está confundiendo.
–Nada de eso mi don, nada de eso, así se haya dejado la barba y el pelo largo, su joroba lo delata. Ya lo decía yo, que con ese ritmo de vida no podía llevarlo a nada bueno, y vea, caído en la inopia, en lo más profundo del fango de la desgracia.
Jaime Uzuga siempre se había caracterizado por su impertinencia. Aunque pareciera nunca lo hacía apropósito, era algo que le pertenecía, que hacía parte de su ser. Muchas veces llamó a las autoridades delatando a compañeros que se habían ido a la insurgencia, créanme que no lo hacía por la plata sino por buscar una especie de notoriedad, por aparecer en listas de algo, así fuera en la de los ciudadanos que hacían la buena acción del día. Sabía que era pelea perdida llevarle la contraria, reconocí efectivamente que era yo, pero que eso sí, que no fuera a creer que yo estaba así por culpa de los vicios.
–Lo hago por hobby Jaimito.
–Mal hecho, muuuuy mal hecho –decía eso mientras sacudía la cabeza– ha cometido un pecado muy pero muy grave, ¿es que no sabe que engañar a la gente ofende mucho a Fuad?
Le dije que no me importaba que me importaba un culo lo que dijera el profeta de pueblo ese.
–Grave mi hermano, muuuuy grave, ¿es que ignoras villano que la ciudad será destruida por un terremoto dentro de nueve meses, una semana y dos días?
–Eso es lo que anda diciendo el demagogo de mierda ese.
– ¿Demagogo de mierda dice? – y se rascaba la cabeza como un mono que no entiende que un banano tiene un principio y un fin–. ¿Demagogo de mierda llamas al filósofo y científico más grande que ha dado la tierra después del gran Salomón? Oh, tu boca se llenará de estiércol por lo que acabas de decir, las pailas del infierno serán sólo el comienzo para ti, inveterado pecador.
– ¿Y desde cuándo tuteando y tan santico, mi querido Jaimito? Vaya con su jerga a otra parte, he tenido suficiente en estos días como para tener que escuchar su jeringonza.

Dijo dos o tres palabras antes de arrancarse los pelos y rasgarse la camiseta, dijo entre otras cosas que me iba a denunciar y que la Virgen del Perpetuo Socorro me atravesaría el cuerpo con el trincho del diablo. Se fue escupiendo sangre y con un dolor infernal en la boca ya que por dos insultos casi onomatopéyicos se había mordido la boca.

Desde ese día la gente no me volvió a dar monedas, al contrario, muchos me gritaban cosas demostrándome que ellos sí querían a Fuad y que yo no era más que un hereje. Creyendo que el empleo me iba a durar, le dije en una carta a mi abuelo que no me mandara más plata y vean pues que ahí estaba yo, sin un peso, sucio y harapiento, como un verdadero mendigo con la diferencia de que ellos si pueden pedir plata, pero yo no. Ni modo volverle a escribir al abuelo diciéndole que me vuelva a mandar plata, me lo imaginaba en su cama con los ojos eternamente abiertos contando billetes y llenándose la boca de babas. Mi abuelo tenía más de noventa años pero los años se estrellaban contra su humanidad, siempre alto y fuerte como si la gracia de la naturaleza se hubiera centrado sobre él quitándonos todo a nosotros que éramos bajitos y feos. Construyó tres edificios y en vez de dárselos a los hijos se los escrituró a una modelito sesenta años menor que él. Lo peor es que estoy seguro que la modelito lo ama y él la debe hacer gemir duro y ella le debe pedir que la golpee y él feliz le dará palmadas en las nalgas y se vendrá sobre sus tetas. ¿Y si lo llamo para preguntarle por Fuad? No, mejor me quedo quieto y no le digo nada.

Esa noche dormí en otro parque. Francamente me dio pereza irme a la casa. Dormí superficialmente y entrecortado. Entre todos los sueños soñé que estaba en una sala inmensa y blanca. Yo escribía sobre una mesa de marfil, las patas de ella eran dos bocas de leones. De niño me daban mucho miedo las patas que terminasen así. Siempre las creí una ventana hacía otro lado. El leve golpetear de mi pluma sobre los pergaminos era el único ruido que se dejaba oír en la sala. Escribía en unos pergaminos antiguos y que en los bordes se dejaba ver un leve vestigio de un pasado incendio. En el aire un susurro hacía su pequeña caminata. Al principio creí escuchar el viento, pero cuando todo mi cuerpo trató de escrutar qué era lo que el silencio decía pude escuchar con claridad mi nombre. Con la cabeza miré a todos lados, la pluma cayó sobre los pergaminos como si mi muñeca estuviera muerta. De un oscuro rincón de la sala identifiqué que salía el tenebroso susurro de mi nombre. Allí me precipité como un loco; la puerta de un sótano estaba ante mí. Con las manos la abrí, no conocía esa parte de la casa ni sabía que tuviera uno. Bajé los escalones contando los pasos, el llamado no se había ido, sonaba estremecedor. Con unos fósforos encendí mi lámpara; en el sótano se escondían una cantidad incalculable de libros. Sabía con sólo echar un vistazo que todos los libros que había escrito el hombre estaban en este lugar; el techo, el mismo techo se revestía de nombres legendarios, todos con encuadernaciones de cuero. Pude leer los más preciosos nombres, una mano en el sueño puso una escoba a mi lado, detrás del techo estaba el sonido. Con ansiedad de ahogado comencé a meter el palo en él, los libros iban cayendo y una vez llegaban al suelo sonaba una explosión, uno a uno iban cayendo y yo ignoraba la verdad, ya que todo mi ser estaba concentrado en encontrar el origen de mi nombre, ignoraba que la explosión que causaba el caer de los libros se debía a que una vez llegaban al suelo se transformaban en furiosas ratas. Como un tren que demora en pararse yo seguía por pura inercia derribando los volúmenes. Lo último que supe antes de despertar era que las ratas devoraban en pequeños mordiscos mi propia carne.

La cara de Jaime fue lo primero que vi al abrir los ojos. Al contrario de la otra tarde llevaba una túnica blanca y la cara recién afeitada. Muy cortésmente me ofreció su mano para levantarme. Abrazándome con sus brazos lánguidos me pidió disculpas
–Aunque eso sí, debes reconocer que tú mismo has sido el causante de mi desgracia –decía Uzuga mientras de sus ojos salían lágrimas tan grandes como bombillos, con un dedo el bueno de Uzuga se ayudaba a sorber los mocos–, sé que tienes hambre, que no tienes a dónde ir, que el manto de la desgracia se ha cernido contra ti, pero como en la viña del señor todos entran, he aquí mi mano en representación del Santo Señor. Olvidemos todos, compañero indescriptible, sígueme que en el reino de Fuad encontrarás todo lo que necesites. ¡No, no me digas que mendigas por hobby! –me advirtió con una mano pero yo no iba a decir nada, sólo abrí la boca para bostezar–. Sé de tu orgullo. Sígueme y serás redimido.

Cuando veía películas de guerra imaginaba que yo sería uno de esos hombres estoicos que prefieren morir en la tortura antes que revelar un nombre. Pero tuvo que venir la adversidad sobre este cielo para descubrir que a mí me podían comprar fácilmente. Ahí estaba yo, queridos amigos, caminando detrás de él, siguiéndolo como un perro detrás de un hueso. Resignado ante el hambre vendería mi pellejo por un mendrugo de pan. Alguna vez creí que en la soledad de los libros encontraría la sabiduría, pero los libros sólo eran ratas que me consumían y a mí lo único que me importa es comer.

Segunda Parte

Según el sol vuelve a ser mediodía. Hará calor, mucho calor, casi un infierno que se ha multiplicado por el viento y ahora ya está a dos manzanas de acá. Entre sueños he podido escuchar una canción, pero una vez despierto me doy cuenta de que son las flamas moviendo sus manos. Han desaparecido tres papas de mi bolsa. No pude haber contado mal, las papas fueron sacadas de allí. Ahora veo a una rata llevar en la boca un pedazo de papa. Ha aprovechado mi sueño para curarse el hambre. Tiene derecho la pobre rata. No me van a hacer falta las papas. Cuatro papas serán suficientes para mañana. El viento sigue soplando y no hay cometas sólo el fuego que extiende sus tentáculos como un inmenso pulpo. Ya no se ven los puentes peatonales, sólo el humo y las cenizas escurriéndose en el viento.

Uno nunca va, uno es siempre llevado. Es inútil seguir creyendo en la libertad y en todos esos legados que dejó la Revolución Francesa. La necesidad es nuestra única libertad, somos libres en la medida en que no necesitamos. Fui llevado por Jaime y mi necesidad imperiosa de comer en el Alfonso López. Durante el camino vi que el viento arrancaba como un niño furioso las hojas de los árboles. Mis manos no estaban atadas, pero sentía en la mansedumbre de Uzuga un revólver que me apuntaba en la sien. Cuesta mucho deberle a alguien; eso es una bala rompiendo la piel, una forma de morir. El cruce del Mesón no presentaba mayores problemas de tráfico, fue la primera vez que pasé sin azorarme lentamente, sin mirar para atrás. Allí se unían la Quebradaseca y la 27. No había árboles lo cual convertía esa parte de la ciudad en un clásico paisaje metropolitano. Pero las metrópolis en el tercer mundo sólo son de cartón. No había un intercambiador sólo un choque abrupto de vías. La gente de Fuad se había adueñado de todo San Francisco, los que habían llegado en las últimas semanas no habían podido entrar al estadio se arremolinaban en las afueras haciendo las famosas ollas comunitarias que eran sancochos callejeros en las esquinas. Según Uzuga, Fuad les proporcionaba la leña y las túnicas que llevaban puestas. Le pregunté si había algún problema de que yo entrara de una vez, ya que la gente (eran miles los que se aglomeraban en las afueras esperando la oportunidad para entrar) me miraba raro, como si entrara a quitarles un puesto.
–La verdad, Uzuga, a mí me da cagada entrar así no más, sin haber esperado ni nada.
Pero Uzuga hizo un gesto con la mano, como quien dice fresco m’hijo que acá también hay jerarquías.
Así que entramos al estadio-templo sin ningún inconveniente. Donde alguna vez estaba la cancha ahora estaba un conjunto de casas improvisadas de plástico y metal tendidas tan ordenadamente que parecía un damero. Todos los cambuches los había proporcionado la Virgen del Perpetuo Socorro por intermedio de Fuad. Las gradas estaban atestadas de gente, había un susurro, como una especie de ruido perpetuo, los más bulliciosos eran los universitarios que habían cambiado las canciones de Silvio Rodríguez por Magnificats y Hosannas. La gente fue saliendo poco a poco de sus cambuches, oliendo carne nueva se acercaron a mí y me tocaron en una mezcla de pavor y asco. Uzuga me presentó como un hermano más.
–Este hombre que ustedes ven acá, andrajoso y vuelto añicos, será de ahora en adelante un hermano más en la congregación.
–Mucho gusto, como están, un placer, maravilloso lugar, muy bonitos les quedó el templo. –Los hombres que tenía alrededor me expurgaban con los ojos tratando de ver los piojos del alma. Me deshice en elogios, les recordaba lo valioso que era para este mundo sucio, un levantamiento como el que ellos llevaban a cabo–, ustedes son los paladines del bien, los resucitadores de la palabra de Dios. –No sé que más les decía, pero no veía comida por ninguna parte, sólo gente amontonada y ojos, cientos de ojos escrutándome. El que tenía la túnica más sucia habló sin presentarse.
–Sé que vienes por pan –me dijo sin mirarme, concentrado en algún oscuro punto del piso.
–Ah, no, ¿cómo se le ocurre? Vine porque me cansé de la lujuria, de las infidelidades del hombre, además creo que nunca es tarde para entregarse fervorosamente a Dios.
–Los testigos de Jehová, querido amigo –todavía no me decían hermano–, son los que se entregan a Dios como quien se bota de cabeza a una piscina desocupada, nosotros nos entregamos a Fuad.
–Por eso, ustedes me malinterpretan, es que para mi Fuad es Dios.
–Fuad es Fuad, no hay fuerza que se le compare. Además amigo mío, no pensabas así hace dos días. Sabemos todos los de la congregación, la discusión que tuviste con el hermano Uzuga; sin embargo no sudes más, tienes razón, nunca es tarde para entregarse al maestro.

La espalda fue lo último que vi de ellos, a quienes no les importaba que yo tuviera que tragarme mi orgullo. La vida vale un pedazo de pan. Uzuga volvió del tumulto que se alejaba como una ola. Me miró con sus ojos hundidos de mártir.
–Todavía no estás perdonado, la última palabra la tiene Fuad.
Al invocar el nombre la gente volvió la cara al púlpito donde Fuad apareció con su túnica blanca y el rostro pálido, como una aparición vieja y gastada, de esas que abundan en las casas coloniales. Donde estábamos sólo podíamos verlo borrosamente y además su voz se escuchaba a jirones, había que concentrarse para escucharlo. Los de la congregación ya habían educado el oído de tal forma que le entendían todo, así cantaban canciones y proclamaban hosannas al aire, incluso los de la tribuna Sur que eran los que más lejos estaban también lo hacían. Le preguntaba a Uzuga que era lo que decía para provocar todo ese delirio.
–Va a sacrificar a dos universitarios
– ¿Cómo así?
–Es un ritual que ellos mismos implantaron cada quince días, escogen a los que mejor se porten y ellos pasan a mejor vida, ya canonizados y todo, por obra y gracia del puñal fuadiano.

Empujando logré abrirme paso a un lugar más visible, eran dos jóvenes de veinte años. Desde donde estaba se les podía ver el desespero, ambos se miraban atónitos como preguntándose por qué estaban tan blancos. La piel se les había vuelto translúcida y se les podía ver el corazón bombearles sangre por las venas, eran como dos seres de luz. Fuad mostró el cuchillo a la multitud que retrocedió espantada; “Es la daga de Cristo” decía un hombre desdentado “Con ella purifica a los hombres y hace milagros”. Los jóvenes empezaron a sollozar espantados y Fuad fue hasta ellos, se les acercó al oído y les dijo algo que ninguno de los presentes pudo escuchar. Les acarició el pelo y los bendijo
–Los está preparando para la vida eterna, ¡qué envidia viajar hasta el cielo de la mano de Fuad! –gritaba con sus ojos salientes el señor desdentado.
– ¡Pero los va a matar sin confesión! –le respondí.
– ¿Cuál confesión imbécil? Fuad ha roto todos los concilios vaticanos produciendo un gran cisma dentro de la Iglesia; los sacramentos no existen y hoy en día la única muerte que garantiza la vida eterna es la que Fuad nos puede dar.

Vi cómo los dos jóvenes alzaron su mirada al cielo y gritaron de emoción; con las manos Fuad les iba diciendo que subieran sus alabanzas, que ya pronto llegarían al cielo, en medio de los gritos y cuando más contentos estaban, de un solo tajo les cortó sus cabezas como si pertenecieran a un mismo cuerpo. Inmediatamente Fuad se embadurnó el cuerpo con la sangre de los jóvenes. Los niños ayudaron a desvestirlos y Fuad comenzó a hablar en lenguas antiguas. Recogía poco a poco lo que salía de sus almas, así podría ver el futuro. La Virgen del Perpetuo Socorro le había otorgado el don de la clarividencia.

Uzuga corrió hasta mí, pudo leer en mi rostro el inmenso asco que sentía hacía esos procedimientos arcaicos. Fuad debería estar preso y no en un altar, pensaba yo sin saber que en tan sólo unas horas sería el más creyente de sus seguidores.
– ¿Por qué pones esa cara Compañero indescriptible? Ésta es la única forma de saber lo que nos va a pasar.
– ¿Pero es que no tienen suficiente con saber que dentro de ocho meses no quedará piedra sobre piedra en la ciudad de la alegría?
–Pues ya nadie más le dirá así a esta ciudad. De ahora en adelante será la ciudad de la fe, juntos cruzaremos la cordillera en una migración que no se veía desde los tiempos de Moisés. Morirán los que no creen, nosotros nos salvaremos hombre de poca fe. Ibas a morir pero afortunadamente me encontraste, si obtienes el perdón de Fuad tu vida no será tocada.

Un silencio que pesaba cerró el diálogo de Uzuga. Las palabras de Fuad se fueron mezclando en el gentío hasta llegar a mí. Fuad reveló al público –Jaime me traducía ya que el profeta hablaba una rara mezcla entre castellano, arameo y la primera lengua de los chibchas– que según el oráculo, el otro punto a tocar (o sea el que seguía) sería el del perdón al desgraciado (o sea yo) y que ustedes querido público (o sea ellos) tendrían la obligación de elegir si se “va con nosotros o si muere como una sucia e infecta rata de alcantarilla”.

Con un dedo Fuad indicó que debía subir a la plataforma. Súbitamente y por primera vez en mi vida me convertí en el centro de atracción de toda una multitud. Con muchas dificultades logré subirme a la plataforma que servía de púlpito. Dos monaguillos me ayudaron a subir. Desde arriba se veía la masa como un solo hombre, la gente pierde humanidad cuando está abajo. Pensé en Caligula, que Roma sea una sola cabeza para decapitarla de un solo tajo. Los hombres perfectamente podrían ser colillas regadas u hormigas. La sangre se me subió al rostro, me ardía como si un puñado de avispas viniera a azotarme. A mi lado estaba Fuad y su corte de veinticuatro niños, ninguno pasaba de los diez años. Todos tenían caras muy bonitas, aunque sus sonrisas parecían rotos hechos por navajas. Fuad ya no parecía el borracho que en las tardes recorría los bares de la ciudad. Al contrario, se había cortado la barba y el pelo y esto le daba un toque de magnificencia; el tumor había desaparecido y sólo le faltaba el mostacho para parecerse a Jorge Negrete. Los niños debían ser sus ángeles. Imaginaba a Dios al principio de los tiempos, cómodamente sentado en su cetro, rodeado de ángeles asexuados y carilindos, día tras día el cielo se convertía en una orgía donde el padre se regodeaba con esos anos virginales. Todo era felicidad hasta que nació el ángel más hermoso de todos, me refiero, claro está, a Luzbel. Éste (que no tuvo necesidad de crecer ya que era eterno) se fue dando cuenta de la infamia y cuando Dios lo quiso pasar por su sable el hombre se rebeló, desafió a Dios a un duelo que ganó y expulsó al malvado tirano del paraíso. Desde ese momento el diablo maneja los hilos del mundo y es el padre celestial el que causa todo el mal desde su oscura e infecta guarida. Yo no tenía las condiciones para ser Luzbel. Primero no era bello, tampoco poderoso. Era simplemente un hombre más que, en el preciso momento de ser ajusticiado, se convertía en el centro de atención de una gran masa.

Los niños se hicieron alrededor mío pidiéndome comedidamente que me quitara la ropa en el acto. Yo, muy amablemente, les di mis razones de por qué no podía hacerlo. Ellos, mostrando un gran pesar, fueron hasta donde su Señor. Mientras dialogaban aproveché para quitarme un pedacito de uña del dedo más grande, que había estado molestándome desde el amanecer. Lamentablemente no pude concluir la labor, pues en menos de un minuto sus rostros imberbes me volvieron a rodear. Ya sus sonrisas de mueca se habían borrado y sin dar razones rasgaron mi ropa. Allí estaba yo, con el pipi chiquito y la boca semiabierta, escudando mis desvergüenzas en la contemplación de una nube. Sentí como un peso la mirada de Fuad, yo no había detallado bien el color de sus ojos, o mejor, la ausencia de color en sus ojos, como si Cristo los hubiera hurgado con sus dedos, quitándoles la vida que algún día tuvieron y dejando en su lugar la desolación que sólo puede tener la eternidad. Esto hacía que su mirada tuviera una fuerza tal que me hizo pensar en que sí era cierto el cuento ese de que había desnucado a dos hombres con tan sólo mirarlos y que también tenía la fuerza para hacer milagros. Se fue levantando poco a poco, como quien mide la distancia que hay de él al cielo y, señalándome, le preguntó al público si “¿este ser que está a mi lado; este mismo que ahora se tapa sus desnudeces con la pobreza de su puño; este mismo que se atrevió a burlarse de mí, el Gran Señor de señores y de mi Congregación, que ha sido la única elegida desde el pueblo de Israel; este mismo rufián tiene derecho a ser perdonado y seguir viviendo?”.

En medio del aturdimiento, sus palabras me llegaban sueltas, con gran esfuerzo pude hilarlas, entendiendo –eso sí a medias– que no merecía la más mínima clemencia. Desde el público salía un rumor parecido al que se produce antes de los grandes terremotos.

–Pero teniendo en cuenta que fui tocado por la naturaleza con la capacidad de la comprensión, puedo pasar por encima de ustedes y darle a... a este ser andrajoso y miserable el tan ansiado perdón convirtiéndolos, señoras y señores, en un hermano más de nuestra congregación.

La gente aplaudió, bramó y lanzó odas a Fuad. Lo mismo hubiese pasado si la sentencia fuera otra. Las decisiones que tomaba Fuad estaban bien per se, no se discutían ya que él siempre tenía la verdad. El ruido fue tan atronador como un gol, las palabras de Fuad se vieron aplastadas aunque no había terminado.

–Silencio, por favor, que aún no he terminado de dar el dictamen. –y a un movimiento de su mano la masa se calló inmediatamente, como si tuviera una sola boca – Le otorgo el perdón con una condición irrefutable, él debe matar –señalándome con su dedo poderoso– a uno de esos viles que trataron de huir de la ciudad sin pensar en sus hermanos, los que hoy tienen la fortuna de compartir conmigo el gran banquete del señor.
Siguió hablando de lo grande que era él, de lo maravilloso que era para el mundo contar con su presencia, que Dios se haya dignado a acordarse de sus hijos, tan solos que estaban, tan llenos de maldad. Que entonces había llegado él, elegido por la Virgen del Perpetuo Socorro para seguir con los designios que alguna vez cumplieron los primeros profetas.

En el fondo no podía dejar de agradecerle el hecho de que me dejara vivir, aunque si tuviera la capacidad de elegir jamás habría aceptado esa condición. Ser mártir no es sólo cuestión de vocación, también hay que tener talento. Por ese entonces carecía de eso, ahora después de todo lo que ha pasado y pasará puedo decir con propiedad que en este momento lo tengo. He pasado las pruebas más duras, vencido los temores más arraigados; afuera la ciudad se consume y estoy solo, yo que tanto miedo le tuve a la soledad. Las pocas ratas que han sobrevivido al incendio han venido hasta mi casa buscando el último refugio, ya no me da tanto pavor verlas, como un santo comparto cada papa que tengo con ellas, voy dándoles en sus boquitas los pedazos que corto y yo sé que ellas me lo agradecen. Pero todo eso ya no vale, ya el juicio tiene un dictamen y ya sea ahora o en el infierno las llamas consumirán mi cuerpo.

Fui llevado por uno de los ángeles a los camerinos, que servían ahora de celdas donde eran confinados todos los que trataban de desviar los designios del Gran Señor. El niño agarró una antorcha y me fue llevando a la celda. El camino estaba lleno de antorchas que iluminaban malamente las escaleras. No creí que los camerinos estuvieran tan debajo de la superficie. El niño no me habló, simplemente me abrió la puerta y con el dedo dijo, “para adentro”.

En el camerino de los visitantes estaba yo confinado y aburrido. Desde mi celda escuchaba el lamento de los que estaban encerrados. En ningún momento perdí la calma, para matar el tiempo hacía bombitas de saliva con la boca y me masturbaba constantemente por una profesora que tuve en la primaria y ahora, justamente, me volvía aparecer en la mente. Este entretenimiento fue clausurado de tajo cuando la comida comenzó a escasear. Lo único que recibía al día era un plato de garbanzos en leche; en honor a la verdad (que tampoco contó, ni cuenta) estaban muy bien preparados pero no reunían las condiciones necesarias para tan extenuante labor. Sabía que no podía pasar mucho tiempo. La celda la encontraba cómoda, solamente le faltaba un libro o un televisor. Uno de los que estaban encerrados había perdido la cordura y gritaba que pronto cientos de ángeles del infierno subirían hasta la tierra armados de llaves mágicas, vendrían hasta la celda y lo rescatarían; después despedazarían a Fuad con los dientes y le mostrarían a la multitud el camino a la tierra prometida. Supe entonces que allí no solamente estaban confinados los que no creían en el fin de la ciudad sino también los que creían tener otra solución para el gran terremoto.

Mientras estuve en el camerino la imagen de Fernanda se me fue borrando y no la recordé hasta ayer, cuando pensé “nadie contempla este cielo”. Esto agravó mi situación pues me quedé sin tener en qué pensar. Es sorprendente que teniendo todo el tiempo para mí estuve incapacitado para poder hilvanar algún recuerdo. “Fernand Braudel era un historiador francés que cuando estuvo preso en la segunda guerra mundial pudo redactar en la prisión la vasta obra llamada El Mediterráneo, pionera en lo que después se llamaría la Historia de larga duración”, pensaba en eso, pero Braudel era un genio y yo sólo era un pajizo encarcelado y solo, sin nada qué decirle al mundo.

No puedo decir cuánto tiempo estuve allí, lo que sí sé es que un cambio se había operado en mí durante el encierro. Un niño abrió la puerta dejando entrar luz. Los ojos no se hirieron, yo ya no pertenecía a este mundo. El hermoso niño me lavó la cara con estropajo y limó mis uñas con tramontina. Antes de sacarme enderezó mi espalda. El túnel que llevaba a la cancha estaba, como ya había dicho, iluminado con antorchas. Tampoco hablé nada con el niño, ni siquiera lo miré, supe sólo de su túnica y el hermoso rostro que traía. Además daba igual, si no era él sería otro. Todos eran instrumentos en las manos de Fuad. Salí directo al púlpito, la noche estaba cargada de lluvia, a los fieles parecía no importarles. Allí estaban, iluminándose el rostro con encendedores. Fuad dijo cosas que no entendí. Es chistoso, que yo, uno de los pocos que amó a Fuad sin esperar nada a cambio (porque es la verdad, yo amé sin restricciones al maestro), nunca le haya entendido mayor cosa de lo que decía. Pero esto no fue problema, ya que el niño tradujo sus palabras. Ahora se acercaba el momento de cumplir con mi tarea, tenía que matar al traidor que quería irse de la ciudad sin la aprobación del único.

Como a un muñeco me fueron agregando cosas, la túnica me la volvieron a arrancar para poner sobre mis hombros una capa que olía a mortecino de lo puro sucia que estaba. No vomité en el momento ya que allí, donde estaba, mis sentidos estaban centrados en ver quién era la víctima, además estar ante un estadio abarrotado me hacía sentir especial, como si cumpliera un sueño tenido por todos, el de ser una estrella de rock o un gran político. El olor me viene ahora en el último día de la ciudad, ahora cuando Fuad escucha eternamente Esa maldita pared, que separa tu vida y la mía y el disco gira en una eterna peonza y su cara mira el cielo, donde las aves de presa hacen círculos negros en honor a él.
Cuando tuve el puñal en mis manos sabía de mi responsabilidad ante la gente. Yo era la estrella y tenía que dar el espectáculo, además si Fuad tenía a toda esa gente a su disposición era porque el tipo tenía talento. Si algo me ha enseñado la historia es que no cualquiera llena estadios. De un momento a otro quise sentir el fervor fuadiano, ese que sentía Uzuga y todos los de abajo que pedían sangre. Tenía que cumplir mi tarea, matar al traidor que quería escapar sin la aprobación del Único. En un saco de arroz traían al delincuente yo tenía los ojos cerrados cuando lo destaparon; alguien, cogiéndome de la muñeca, llevó la hoja del puñal hasta la garganta del ajusticiado; abrí los ojos y sentí, como si el puñal fuese una extensión del brazo, las pulsaciones en la yugular de Africano que sin mucho dolor cayó en el acto revolcándose por puro reflejo, como las colas de las lagartijas una vez separadas. La estocada no fue tan certera que digamos ya que lo que creí yugular era sólo otra región del cuello donde el pobre hombre desahogaba su terror. En un nervio le di, y el pobre Africano tuvo que aguantar quince estocadas más pero nada, ya no gritaba sólo me miraba como rogándome que terminara ya con él y su puta vida llena de errores, de esperanzas inútiles, de vaguedad y nihilismo. Africano fue por mucho tiempo yo y viceversa, ambos metidos en el saco de la inacción, condenados a vivir en la provincia y a desear mujeres ajenas e inalcanzables. Con cada estocada me mataba a mí mismo.
Africano siempre le tuvo miedo a la muerte. Decía que dormía con la luz prendida por miedo a levantarse y no poderse despertar. “La muerte es el fin, es la oscuridad total”. Decía que quería morir de viejo, una muerte lenta que lo fuera preparando para ese mundo de tinieblas. Como Kant, creía que la vida de un escritor empezaba a los sesenta años cuando las ganas de follar se le fueran a uno del cuerpo. Es muy difícil escribir con la verga parada, por eso le impresionaba tanto el tesón de Vargas Llosa; creía que podía llegar a esa disciplina cuando los fantasmas de la carne se le fueran del cuerpo. No sé si en alguna parte haya dejado algo escrito, decía que había escrito tres novelas y todas las había quemado. Me le reía en la cara, le decía que estaba usando la misma excusa de Sábato, él se emputaba y me echaba el trago en la cara amenazándome con el dedo: “Nunca más me vuelva a comparar con ese imbécil”, y explayaba en tres horas el odio visceral que sentía hacia el escritor de Santos lugares, odio que por supuesto yo compartía. Ahora que el alma de Africano se iba de este mundo, ahora más que nunca iba a ser un misterio saber si dijo o no la verdad.

Debido a mi torpeza tardó tres horas en morir. Apenas lo hizo, los espectadores que recibían los primeros rayos del sol se pararon para aplaudirme. Estuve a punto de agachar la cabeza en señal de agradecimiento, pero me contuve al ver la cabeza de Africano ladeada y a punto de desprenderse del cuerpo. Entonces sentí nauseas, unas ganas indecibles de vomitar, sentía que la cara se me llenaba de un verdor bilioso, hasta que Fuad agarró mi cabeza y la estrechó en su seno. Él mismo me vistió y limpió las heridas de mi alma, fue el que besó mis yagas y recogió mi pelo en una bamba. El sol azotaba con furia a las seis de la mañana, era un día menos en el largo peregrinar del fin del mundo, pero era mi primera mañana en la congregación. Fuad mandó a matar una cabra, que comimos con fruición. Pedí permiso a Fuad para ir a dormir ya que eran muchas las noches en vela y ya los ojos se me cerraban; además tenía que tener fuerzas para la homilía que era en la madrugada. Uzuga me prestó su cambuche y desde ese día dormí con él. Apenas puse mi cabeza en el piso quedé profundamente dormido sin pensar por un momento en lo mal que lo había pasado Africano justo antes de morir.

La autopista no se inmuta con el incendio. Los árboles sí. Se consumen tan rápido como un cigarrillo en el mar. Al parecer las ratas se cansaron de crepitarse, ahora las que croquean son las cucarachas que suenan como saltapericos en diciembre. Fueron las cucarachas las que acabaron con mis papas. A falta de papas como cucarachas. Un amigo árabe de mi abuelo lo hacía y toda su familia también. En Cúcuta hay mucho árabe que no es de Arabia sino de Turquía. Es que Cúcuta alguna vez fue la frontera más importante de Suramérica porque estaba al lado de un coloso del petróleo. El bolívar estaba a la par del dólar y toda la gente del interior iba a esa ciudad a llevarse los pesos para sus respectivas ciudades. Nadie invirtió en Cúcuta, vino todo el mundo para llevársela a pedazos. Los turcos sí se establecieron para seguir chupando la poca sangre que quedaba. De esa ciudad no quedó nada, todos se vinieron para acá y los pocos que había empezaron a despedazarse entre sí. Es un valle aprisionado de montañas, el ambiente es sofocante, pesado. Todos sudan a la misma hora y nadie es de allá. Es una ciudad de jóvenes y de viejos, se nace y se muere pero se está solo un momento mientras se aprende a caminar. No recuerdo el rostro de mis amigos ni a quién le di el primer beso. A veces le escribía al abuelo preguntándole por qué extraña razón había ido a parar allá pero él nunca respondió. Supongo que fue a Cúcuta por la misma razón que los turcos llegaron un día a vender telas. Me lo imaginó con sus ojos inyectados en sangre, aburrido de ser nadie en ese pueblo asqueroso donde nació. Lo veo juntando sus cosas en una mula y con su recua de hijos cruzar la cordillera hasta llegar al valle. Allí hizo toda la plata que quiso y cuando consiguió otra mujer dejó a sus hijos y volvió a subir la cordillera. No entiendo por qué todavía hay edificios en Cúcuta, no entiendo cómo los cataclismos la han olvidado.

No siento nauseas cuando el caparazón de la cucaracha se revienta en mis dientes, ni cuando sus patitas aún vivas tratan de caminar en mi encía. En la lengua se empieza a escurrir un saborcito como a novocaína que no paraliza la mandíbula pero sí da sueño a la hora. Hago bombitas con la hiel como quien fuma un cigarrillo después de almuerzo. No me paso el brazo por el bigote, al contrario, me proporciona placer sentirme amarillo y grasoso.

Desde acá se siente el calor del incendio. Si saco un poco la cabeza por el balcón y miro de frente las llamas, los ojos empiezan a llorar, miles de vasitos se rompen y no veo nada. Mirar la candela sin pestañear hace que uno se orine y quede allí parado uno todo orinado, pálido y sudoroso, como después de la paja, sin ganas de mirar más.

Uzuga era pajizo, me lo confesó la noche que dormí en su cambuche. Sus ojos se iban achicando más, como si súbitamente se cerraran para siempre y empezó a decir cosas como “no sabe lo que esto me atormenta hermano, pero está fuera de mi alcance manejarlo. Tú no sabes de eso porque tu alma es pura”, el insensato había olvidado que hasta hacía unos días me acusaba de impío y hereje. Claro que si uno aceptaba de una a Fuad empezaba una nueva vida, entonces por ese lado yo sería un niño puro, sin pecado original, ya que él no había comido la manzana prohibida y su nombre se escribía con hilos de oro en el lugar donde todas las almas iban a pastar. “Tú no sabes nada, pero al ponerse el sol, el pene se entiesa, empiezo a pensar en el sacrificio de Abraham y en todas las ovejas bíblicas, o en el mismo Fuad y el eterno amor que le profesa a los hombres, pero de un momento a otro Fuad saca un cuchillo y acribilla a las ovejitas, siempre en mi delirio, lo acompaña una muchedumbre que sólo espera el sacrificio ovino para convertirse en una sola persona, como la trinidad, sólo que con más gente y más voluptuosa. Ella está dispuesta a gozar compañero indescriptible, a gozar con el gran señor. Los calzoncillos se encogen y el pene se multiplica, como hizo con los peces un judío en el desierto; el pene es más grande que mi bata se sale del cuerpo, es inmenso y soberbio como la torre que construyeron en Babel, ¿sabes lo que hicieron con esa torre? Dicen que Dios la destruyó, aunque algunos afirman que se conectaba en el cielo con otra torre, el punto es que es mala la soberbia y peor es el dolor de tener algo tan grande levantado. Me duele, me duele mucho, las güevas se encogen tirando los pelitos. ¿Qué hacer compañero indescriptible? ¿Qué hacer si tú ves que pasa la noche y los ojos no se cierran? ¿Qué hacer si tu propio pene no te deja entrar en alabanza? No queda otro camino que ahogar al miserable, ahorcarlo, apretarlo duro del cuello hasta que muera y bote babaza”.
Todo eso dijo Uzuga justo antes de quedarme dormido. Cuando desperté la luna parecía un sol y recordé como por inercia ese dicho de tierra caliente, cuando hace mucho sol entonces dicen “Uy, ole, ¡qué lunota!”. Lo que a continuación voy a contar pertenece a una oscura región de mi pasado inmediato y fue hecho en una situación extrema. No quiero ser estigmatizado ni después ser echado a un lado, aunque claro, si lo digo, es porque no va a quedar piedra sobre piedra en este lugar y entonces nadie lo va a leer. La muerte nos perdona y nos hace iguales a los ojos de Dios.

El punto es que todos jugaban con sus vergas y eso fue desde la primera noche con luna. Las noches eran largas y asmáticas. Todos se levantaban después de la una y ahí al aire libre escurrían el semen en el pasto. No sé cuantos polvos aguantó esta cancha; yo, el compañero indescriptible, me muerdo el puño para no gritar. No veo mis manos después de masturbarme. Parece que se borran las líneas de tanto frotarlas contra mi verga. Pongo mi mano ante los ojos y no veo las líneas que rigen mi futuro.
–Compañero indescriptible, ¡tráeme la linterna para ver qué queda del porvenir! Susúrrame un poco en el oído así evitaremos las babas al hablar. –Uzuga habla pero no lo veo. Tampoco lo veo aunque ahora me llegan sus palabras como un sonido muerto, como algo que se extinguió hace mucho–. Compañero indescriptible –Uzuga recupera las fuerzas con el sueño–, masturbarse equivale a subir dos pisos por las escaleras sin sudar. Con el sueñito y un pan los ojos no se me caen, la pálida no vendrá.
–Uzuga, de pelado me enseñaron que si uno se pajea le salen pelos en las manos, ¿es eso cierto?
–Aquí todos se masturban, todos excepto Fuad, él al respirar no le queda ningún deseo, nosotros que somos mundo sí. Pero todos somos lampiños, la paja sólo nos cambia las líneas de la mano. Yo iba a ser médico, pero ya ves, uno solito se forja su destino. Ahora visto de bata blanca pero no porque cure hombres, al contrario, trabajo para no serlo, trabajo para cruzar el umbral y dejar mi hombricidad a un lado.

Tanto en ese como en este momento, creía que al progreso no se llegaba onanizando o rezando. Ellos están convencidos que así es y nosotros venimos a ser agentes impíos condenados a la inexperiencia y dicha inexperiencia nos costará el destierro o la muerte.

Uzuga me consolaba de ese miedo y me abrazaba con sus brazos repletos de blanco.
–Los días en el camerino te han redimido, ya no eres más hombre, estás en el umbral, justo en el momento de cruzarlo. Ya no serás más hombre, ahora tú también serás Fuad.

Sin mirar el reloj ni la luna, Uzuga había forjado mi destino. Entre sus brazos sentí la tranquilidad de no pensar, de que otro fabricara mi futuro.
El pasado existe para borrarlo, por eso me entregué sin titubeos a los placeres de las noches de eyaculación manual. Ya no era cuestión mía sino designio de Fuad, que se debe ejecutar sin quitar una coma o una gota de esperma.

La cancha, como todas las canchas, estaba dividida en dos. En la otra mitad estaban las mujeres. También vestían túnicas y se forraban el pubis con unas mantas de cuero que las hacían ver como tamales. Nunca las deseábamos pues con las manos bastaba. Además Fuad había sido explícito: si se pretende la inmortalidad del alma no se deberá tocar a la mujer.

Sin esperma en la cabeza se reza mejor, se piensa un poco más en pan, pero es preferible el trigo convertido en trozo, que la carne transformada en clítoris. No tengo pelos en la cara, mi compañero me los quita, tampoco tengo virtudes pues ellas sólo son del maestro. Los defectos sí son míos porque la carne es débil, ¿y el alma? No tenemos, nadie tiene, en el universo sólo hay una y es la del padre y el padre está encarnado en Fuad.

Pienso en esa época que parece tan lejana pero está muy cerca. Me veo todavía allá, confinado todos los días en el estadio, masturbándonos colectivamente. Las tardes de los lunes sí salíamos a pedir limosna. Todavía había gente que no creía en Fuad ni el terremoto y todavía trataban de seguir sus vidas como si el padre no hubiera llegado. Ellos debían llenarnos de pan si pretendían llenarse de gloria.

En una de esas salidas (que por cierto no fueron muchas) conocí a Maverick, si la memoria no me falla llovía, aunque con estos climas es más seguro decir que llovía y hacía sol. El punto es que él estaba con su apoderado, uno de esos care-puño que a leguas se les ve la hijueputez. Estaban esperando un bus al lado de nosotros, justo antes de que el reloj diera las seis.
– ¡Uzuga, ese niño debe ser Maverick!

El niño apenas sintió su nombre volvió su cara redonda, como una luna, hacia donde estábamos nosotros. Sabía de él pero nunca lo había visto tan cerca. Una vez lo vi en la universidad, en la Gallera si no estoy mal, pero había tanta gente que no pude entrar y de su recuerdo sólo me quedó la voz firme y dura, demasiado dura para ser de un niño. Ahora pude ver lo gordo que se había puesto. Las cosas en el país andaban mal pero para Maverick la recesión y todos los fenómenos económicos no hacían más que alimentarlo. Así que no lo vimos como un rival sino como un hombre chiquito que con su apoderado podrían echarnos una mano. Sus discos se vendían gracias al mito que había podido formar. Apareció en una serie del canal Regional pero un escándalo lo sacó del aire ¿Cómo era posible que el niño siguiera siendo niño después de trece años de estar en la serie? La idea era demoníaca, o Maverick era un enano o le había vendido el alma al diablo. La ciudad era pobre pero en ella no había pecadores. Sabía que ante cualquier caso de extravío –fuera de homosexualidad o de drogadicción– los padres de familia se apresuraban a hacerles lobotomía a sus hijos. Los más acaudalados traían de Estados Unidos las máquinas borra-memorias y le aplicaban ese efectivo método a sus ovejas negras. La ciudad se cubrió de idiotas pero es mejor un imbécil que bote babas todo el día a un pecador. Los pobres sí tenían que resignarse a ver como sus hijos se volvían delincuentes o poetas. Los pobres empezaban a desesperarse hasta que llegó Fuad y sin necesidad alguna de máquina los cogió en su seno y les llenó la cabeza de Dios Padre.

Maverick salió del canal en medio de las protestas del público. Entonces los veíamos los domingos en ciclovía o en cualquier miniteca. Poco a poco la gente se fue cansando de su niñez eterna, de su voz chillona y ya nadie lo volvió a contratar. Con su manager se vio obligado a cantar en los buses. Por cierto, fueron los pioneros en el arte de cantar en los buses.

– ¿Dinero? ¿Ustedes me piden dinero a mí? ¿a mí que, por culpa de ustedes, me tienen a punta de aguapanela y chorizos viejos? –Nos dijo el apoderado andrajoso, el hombre que alguna vez le había disputado la supremacía a Jimmy Salcedo y que ahora por culpa de la televisión por cable y de la supremacía fuadiana se veía relegado a ser un indigente más en esta ciudad semidesierta.
El apoderado ya nos iba a escupir cuando el bus paró. Estábamos detrás de ellos ya que se habían subido primero, Maverick tenía el cuerpo mantecoso, la camisa se le pegaba a la espalda. Le alcancé a notar unas canas y los párpados abultados.

Los cuatro estábamos delante de la caja registradora y los cuatro pasamos sin pagar. No tuvimos tiempo –ni mucho menos carácter– para decidir cuál de las dos parejas hablaba primero. Ellos tenían más experiencia que nosotros, de eso no hay duda, todos en algún momento le hemos dado una moneda a Maverick así que su maña aplastó nuestro entusiasmo. Una vez pasada la registradora el manager desenfundó una guitarra –que sacó como desenfundaban las pistolas los vaqueros del viejo oeste– y le dio una señal a Maverick para que abriera la boca y cantara cualquier ranchera. Uzuga me dijo entre dientes:
–Estos tienen más hambre que nosotros. Además, hombre, de que te preocupás si nosotros estamos con Fuad y Fuad es el padre.
Los pasajeros estaban allí formando siempre el mismo paisaje, tan bien sentaditos y sin despelucarse por la ranchera, porque el gel es un gran invento, soporta cualquier ventarrón, lástima que dé caspa.

El tiempo pasa
Y no te puedo olvidar
Donde quiera que te encuentres
Espero que tú
Al escucharla te acuerdes de mí
Cómo me acuerdo de ti


Los vidrios del bus retumban ante el destemple de esa voz. El tiempo le había hecho mella y lo que antes era un gorrión gordinflón ahora el grito de un buitre con hambre.
La pelada que estaba sentada delante de nosotros nos miraba como diciendo, este par vienen de allá del estadio; Uzuga la miró comparándola con su mano, como diciendo ¿cuál será mejor? Adivinándole el pensamiento le hice una caricia cómplice en la nuca dándole a entender que es mejor la mano porque ella no habla ni se va, y si lo hace se va con uno.

Si vieras
Yo como te recuerdo
En mi locos momentos
Le pido a Dios que vuelvas
Si vieras
Yo como te recuerdo
Será porque tus besos.

Súbitamente el niño se calló después de Guarín. Se metió un dedo en la boca y el manager volvió a poner cara de puño. Era evidente que se le había olvidado la canción. Un viejito sin caja de dientes y con un aparato en el oído fue el único que tuvo la buena educación de aplaudir la extraordinaria voz de Maverick. Le hice una seña a mi compañero y nos levantamos de la silla como dos expertos sofistas para agarramos de la barra del bus. Ya nos disponíamos a hablar cuando el manager (que seguía con su imperturbabilidad de cara de puño) volvió a abrir la boca
–Señores pasajeros: tengan de verdad muy buenas tardes. Estoy seguro que en algún momento de sus vidas ustedes habrán escuchado hablar de Maverick, y es lo más normal del mundo. Este niño, que hoy ustedes escucharon, tiene la misma movilidad tonal de un Jorge Negrete. Como él denigró de su familia noble y la traicionó no yéndose a estudiar inmediatamente cacofonía y ciencias idiosincráticas de la voz humana, sino que se dedicó al dudoso oficio de cantar rancheras. Alguna vez a los tres años, quedó muy impresionado al ver en el autocine La Villa la película La muchila azul con Pedrito Fernández, el ahijado de Vicente. Los padres de Maverick habían traído el autocine a la ciudad para conseguir plática, pero a ellos no les interesaba el cine, no señores, ya que lo consideraban un invento abyecto y putrefacto, perteneciente a las clases populares y no a la aristocracia de la cual ellos pertenecían. Pues parece que el niño apenas empezó a ver los primeros fotogramas (como lo llaman los entendidos) empezó a dejarse llevar por la música y la consonancia que puede tener la letra de la mochila azul, la de ojitos dormilones, pues me dejó gran inquietud y bajas calificaciones; y así cantaba Maverick sin hablar con la estupidez de los niños de esa edad, si no todo lo contrario señoras y señores, dejándose llevar por la cadenciocidad y voluptuosidad de quien recita algo que tiene en lo que llaman el disco duro. Entre el público estaban los abuelos del chico quienes habían visto en persona la presentación de Caruso en Manaos y desde ese momento habían quedado muy prendados de la ópera y todos sus corotos. Le hacían señas a los papás para que lo callaran pues bastante tenían con saber que sus hijos tenían un oficio tan poco aristocrático como era el de ser mercachifles del cine, para saber que su nieto estaba irrevocablemente destinado al crudo y denigrante oficio de ser cantador de rancheras. Los papás persiguieron al niño que corriendo pesadamente cantaba si al recreo quiero salir, no me divierto con nada, no sé leer ni escribir me hace falta tu mirada y ya; lo iban a agarrar cuando se encontraron de frente con unas botas con espuelas. Los papás muy educadamente le dijeron “señor, por favor ¿podría darnos paso para castigar a nuestro hijo? En verdad le agradeceríamos mucho que se quitara y arreglar nuestros asuntos” y el tipo con espuelas y bigote y sombrero mexicano le dijo “pos usted no sabe quien soy yo” y el papá muy decente y muy lindo como cualquier aristócrata le dijo “yo no sé ni me importa”, y el charro le dijo “pos cuate, yo soy Otilino Fernández el hermano de Vicente y a mi me gusta la voz de su chamaco y me lo voy a llevar a que protagonice la mochila azul segunda parte porque a ese hijo de mala madre del Pedrito se le han subido pos los humos”. Y toda la gente gritaba, “¡que lo deje, que lo deje!”, pero el papá no se inmutaba. “Yo sé que ustedes son aristócratas, la familia de Jorge Negrete también lo era”, dijo Otilino pero los papás no le hicieron caso y agarraron al pequeño y gordito Maverick –que desde su nacimiento estaba predestinado a ser el sucesor de Caruso– y ya todo se iba a solucionar cuando Otilino sacó un revolver y dijo “¡A un Fernández no se le dice que no!”. Y disparó sobre el padre y la madre de Maverick que cayeron en el acto y a sus abuelitos –que también se metieron– les dieron chumbimba y todos los que se metieron llevaron una bala en la frente por obra y gracia de Otilino. Yo también estaba allí y pude ver con nitidez cómo un gendarme disparó sobre el hermano de Vicente y cómo cayó. Maverick lo miraba todo con sus dos totes abiertos y yo lo rescaté y ya íbamos a salir del autocine cuando una mano agarró mi camiseta “Mira cuate –me dijo un Otilino agonizante– este chamaco tiene talento; toma, éste es el teléfono de mi hermano, el de su finca en Guanajuato, habla con él y llévalo, La mochila azul, Parte dos debe hacerse y este niño es el indicado. El mundo tiene que conocerlo y tú eres el elegido. Llévalo al lado de mi hermano y todo será arreglado. Y salí sin poderme ver el final de la película de Pedrito Fernández que por cierto había causado gran conmoción. Hace quince años que pasó todo esto y hablamos con Vicente, y él nos va a mandar la plata para ir a su finca de Guanajuato, pero necesitamos abrir una cuenta en el banco para que nos manden el girito, así que, querido público, el niño Maverick va a pasar por todos sus puestos para recoger los billeticos que ustedes van a tener la amabilidad de dar, ya que tienen el deber de apoyar el arte nacional”.

Muchos de los que iban en el bus botaron lágrimas al escuchar el relato. El rostro no tan imberbe de Maverick recogió el dinero que la gente daba a borbotones. No parecía un niño recogiendo limosna sino un enano asaltando un bus. Sabíamos que era una mentira, la más rebuscada que habíamos escuchado pero aún así nos conmovió y hasta sacamos de nuestras mochilas las pocas monedas que habíamos podido recoger aquella tarde. Nos sentamos en el sillón de atrás y vimos las calles desoladas, éste tal vez sería el último recorrido que daría ese bus, tal vez sería el último bus que quedaba en la ciudad. Había saqueos y desde la ventana podía ver a los mendigos vestidos con abrigos de pieles y revestidos de joyas. Más que aburridos nos bajamos en la Santo Tomás sin pedirle nada a los pasajeros que ya le habían dado todo, incluso sus lágrimas, al niño y su manager. Uzuga me explicó en buenos términos que su sandalia se había roto en el saltito que había dado al bajarse y que: hombre yo no puedo caminar así.
–Porque vos sabés que soy muy sensible a las bacterias y a todas esas cosas mi hermano y acuérdese quien lo llevó al maestro y lo salvó de la putrefacción eterna.
Así que más para que se callara que por gratitud, le cedí mis sandalias arrastrándome con toda la mugre, y las consiguientes astillitas de vidrio, que pueda haber en veintitrés cuadras. Recogí con los pies todas las astillas que habían dejado el saqueo porque mientras toda la ciudad se concentraba en el estadio, los indigentes y locos habían aprovechado la oportunidad para robarlo todo e incendiarlo. Por fin la ciudad era de ellos. Allí me di cuenta que mezclados con nosotros también estaba la policía y que en Fuad habíamos obtenido una verdadera democracia. Las calles estaban llenas de basura y de mierda. Los locos bailaban un vals que sólo estaba en sus cabezas. Alguno trató de quitarme la bolsa pero al verme descalzo y con la túnica desgarrada se rió de mi y me tiró un pedazo de pan en la cara. Llegué al estadio con los pies rotos y llenos de astillas de vidrio y por dentro maldecía a Uzuga, pero apreté los puños y pensé en que él también era mi hermano y en su debido momento también me ayudaría; y me sentí bien al pensar así, al ser por fin un hijo digno de Fuad.

Hoy es el último amanecer. Lo veo, es idéntico a los otros. Lo único que lo diferencia es una capita amarilla hecha por las llamas que por cierto ahora consumen el sur. Las casas de al lado ya se han chamuscado, todo huele a rata tostada. Mis manos ya no tiemblan. Las papas se acabaron hace tres cigarrillos. Con ellos burlo el hambre y son más efectivos que las papas. Antes de que todo esto pasara yo fumaba Piel Roja pero lo hacía como para llenar los silencios que quedaban después de cada palabra. Nunca tuve necesidad de hacerlo. La gente me miraba raro porque fumaba Piel Roja, el humo es espeso y huele a pecuela. Alguna vez trataron de lincharme porque creyeron que era marihuana y yo tuve que esconderme en el río para no perder la vida. En Cúcuta no podían ver a los marihuaneros y a mí me costaba mucho trabajo explicarles que eso que yo tenía en mis manos no era un bareto sino Piel Roja, puro tabaco negro colombiano, la única empresa nacional que todavía quedaba en pie. En la casa se reunieron y llegaron a la determinación de que tenía que cambiar mi marca de cigarrillos porque temían el escarnio público. Con el tiempo el Piel Roja fue acabando con mi garganta y lo dejé sólo cuando ya a nadie le molestaba.

La tierra se empezó a sacudir desde anoche, los edificios se bambolean como dientes flojos. Dentro de poco vendrá el último sacudón. Entonces todo estará en el piso. La tierra va dando un margen para el suspenso. Nada lo improvisa. Pobrecita la tierra, todo el trabajo que se toma para generar suspenso, ¿es que no se da cuenta que ya no hay nadie en la ciudad? ¿Es que no sabe que el último de los hombres que queda acá soy yo?

Trato de dormir tranquilo pero es imposible; estoy solo y el mundo es mío. Los locos que bailaban en las calles también se largaron. Fernanda se fue con ellos, dejaré que las llamas vengan a buscarme, no me peinaré ni me bañaré. Busco en mis bolsillos algún billete, nunca pude quemar uno. En casa decía que traía ruina eterna quemarlos o romperlos. Desde que me dijeron eso siempre tuve la intención de destrozarlos pero no me atrevía y pasaba noches en vela contemplando la textura de los billetes y lo intenté muchas veces pero era más fuerte el miedo que me daban Dios y sus represalias. Lo busqué y no encontré nada, un par de lágrimas se me escurrieron por el rostro. A lo mejor sí tengo miedo de morir solo, a lo mejor me hace falta Fernanda.

El día en que todos se fueron hizo sol. Amaneció a eso de las tres de la mañana. Nos despertó uno de los consortes de Fuad, con el mismo megáfono con que el maestro reveló la primera profecía. Yo no había dormido, creo que nadie lo hizo. Uzuga me había estrechado toda la noche. Sus brazos peludos y gordos me acordaron de Fernanda y su cara blanca: “si ella estuviera en mi vida yo no estaría en esta carpa masturbándome entre el pasto, de pronto sería feliz, comiendo pan con queso y chocolate. Nada de esto estuviera pasando”. Pensé por un momento que mi vida era una mierda, sólo por un momento, pero luego reflexioné y recordé al profeta y en realidad estaba haciendo lo correcto.

Recibimos la orden de recoger las carpas, Uzuga recogió la nuestra, pues yo todavía me estaba sacando las astillitas de vidrio que tenía adheridas a las plantas de los pies. A las cinco nos revolvieron con las mujeres. El tiempo con mi mano me hizo entender que es mucho mejor masturbarse por el pasto o el concreto que por una hembra. Pero eso lo piensa uno cuando no las ve, porque al tenerlas al frente todavía se siente el cosquilleo, las ganas de estar en alguien. Todo eso lo pensaba al ver las mujeres de la congregación que vestían unas batas roídas y llevaban el pelo enmarañado, las uñas negras y la cara como llena de hollín. Nadie se bañó en el tiempo en que se unió a Fuad.
–Si piensas en pureza renunciarás a ella. Concéntrate, atrévete a ser feliz, nada bueno traen las mujeres. –Era Uzuga reprendiéndome cogiendo una manga de mi bata. Estaba asimilando su consejo cuando entre todas volvió a estar ella, Fernanda, con sus ojos verdes ya desprovistos de gafas. Lucía más delgada y blanca. La santidad llevaba su hermosura a lo inadmisible. La acompañaba el mismo tipo con el que la vi en el bar. Uzuga me hablaba al oído, pero no pude escuchar una sola palabra de las que decía. Sus frases se deshacían formando la figura de Fernanda.

No supe cómo nos íbamos a dividir. Un tipo repartió unas balotas, sin mirar la bolsa –todos mi sentidos estaban puestos en la mujer– saqué una bolita, era roja como una de billar y llevaba el número seis escrito en negro, la de Uzuga era naranja y tenía el diez.
–Ha llegado el momento, nos tenemos que separar.
– ¿Cómo así, si faltan quince días para el terremoto?
–Lo sé, pero el Maestro los últimos días ha sido presa de unos extraños accesos de migrañas y ya no se siente tan seguro de la fecha, no quiere correr riesgos como los corrió Moisés en Egipto así que partimos hoy.
– ¡Uzuga! ¿Todos nos vamos para el mismo sitio?
–No, nos van a repartir en doce grupos y algunos hasta se quedarán ya que corre el rumor de que hay más gente que cupos, así que unos pocos se quedarán acá a ver cómo la profecía se cumple.
– ¿Eso quiere decir que sacrificarán gente?
–A sacrificar no, a dejar mi hermano. –Uzuga no me pudo decir más porque dieron por el megáfono la orden inmediata de buscar a la gente que tuviera el mismo color de balota. Nos alcanzamos a besar las manos y no lo volví a ver más.

Ella estaba entre la gente, su mano se dejaba ver blanca y pura, como la mano de un niño, jugaba con una balota roja y la gente se agrupaba en torno a ella. Teniendo miedo a un rechazo no la busqué, además no podía moverme mucho pues muchas piedritas reposaban en el piso, y a cualquier paso me herirían. Así que me limitaba a ver cómo le daba pedacitos de pan a su compañero, que ya no era el hombre tipo jugador de Rugby que había conocido en el bar. El tipo estaba flaco y ojeroso y en su mirada pude ver un destello de santidad, típico de aquellos que creían en Fuad.

En la tarima apareció el maestro que también estaba bastante deslucido, en las últimas semanas las migrañas lo habían azotado despiadadamente y se le notaba el cansancio de dirigir una comunidad tan grande como era la nuestra. El deterioro fue inmediato y una protuberancia, al principio leve, empezaba a romperle la frente, al verlo ahora pude reconocer a la altura de la ceja el tumor, tan redondo y duro como un balón de Microfútbol. Estaba tan cansado que no podía hablarnos directamente así que utilizó uno de sus rubicundos y agraciados angelitos.

–El maestro Fuad, en calidad de representante de Dios en la tierra ha ordenado que se efectúen las siguientes órdenes:
Primero: Nuestro éxodo debe efectuarse en el acto, es decir, ya mismo. La misión que tenía para con nosotros ha concluido. Segundo: maldice a todos los que en vez de seguirlo renegaron de él y su forma de castigarlos será no acogiéndolos en su bendito seno. Tercero: la población se ha dividido en doce grupos que saldrán a diferentes partes de la Amazonía donde, tal y como lo hizo Noé en su barca, empezaremos un nuevo génesis en la historia del mundo, ya libre de la maldad y el pecado de los hombres y lleno de pureza y oración. Cuarto: la fábrica automotriz El regreso de Choronta, perteneciente a nuestro querido hermano Jerónimo Restrepo, ha donado dos mil buses donde cabrán doscientos ochenta y tres mil cuatrocientos veintitrés hermanos; esto quiere decir, utilizando las más elementales leyes algebraicas, que uno de nosotros hermanos míos tendrá que ver cómo Dios por intermedio de Fuad tomará venganza sobre esta ciudad partiéndola en dos, tres o miles de pedazos. Si hay algún voluntario que alce la mano, sino Fuad elegirá en su eterna libertad, porque ya lo dice el proverbio: si él lo ha traído sólo él se lo llevará.

Pero no hubo necesidad de tomar ese procedimiento, porque de nuestro grupo una mano se alzó, precisamente la misma que tocaba a Fernanda. Ella lanzó un leve gemido pero él la calló con un beso en su frente. Ya, como dije, no se le notaba esa suficiencia de cuando era del mundo. Ahora su palidez era una muestra de la entrega que había tenido para erigir el legado de Fuad en la tierra. El tipo se puso de pie mientras la gente de los otros grupos le abría paso haciéndole una especie de calle de honor. Ella le servía de bastón en su moribundo andar mientras un silencio solemne acompañó el recorrido que los llevó hasta Fuad; el maestro emocionado, y haciendo un enorme esfuerzo –ya que él también estaba débil y decadente–, lo abrazó y besó en la boca.
–Que nunca en sus vidas se les olvide este hermano y que siempre esté en vuestras oraciones pues él ha dado su vida por las vuestras.

Lo volvió a abrazar y a besar. Los que estaban conmigo lo envidiaban, era un privilegio estar allí, aclamado por Fuad y por los hermanos. Ella permanecía impávida con la mirada perdida en la masa.
–Para que veas hermano cómo tu padre no te desampara te atravesaré con esta daga, con la misma daga con la cual derroté al Diablo, para que seas bendito y tengas un puesto asegurado a la diestra del padre.

“¡Que así sea!”, contestó el público. Pero Fuad estaba muy cansado –en realidad en ese momento empezó a ser el mismo borracho miserable que se la pasaba con un disco de Felipe Pirela debajo del sobaco– como para intentar traspasar con la hoja de la daga el esternón del tipo, así que le pidió ayuda a uno de sus niños que arropó con sus manos las de Fuad y guió la daga una, dos y hasta cuatro veces a lo más profundo del pecho del tipo al que nunca le preguntaron si era mejor morir apuñaleado, o como ahora estoy muriendo yo, viendo cómo un incendio destruye la ciudad.

Fernanda no lloró a su hombre, al contrario, una leve sonrisa le pasó por su rostro. Sabía que él moría como un héroe y ella por consiguiente se transformaba en una santa. Con una extraña desenvoltura se bajó del escenario sin ayuda de nadie, con gran agilidad esquivó el tumulto y sorpresivamente vino hasta mí –me había visto entre la masa– y me abrazó, estrechándome más fuerte que Uzuga en sus noches de insomnio.
–Estoy sola hermano, estoy sola.

Su cabeza se fue metiendo entre mi pecho y yo la dejaba como quien se pierde en las delicias de un sueño. Poco me importaba si estaban o no permitidas las relaciones entre hombres y mujeres, pero igual todos nos íbamos y la misma Fernanda había logrado mantener una relación dentro de la misma congregación. No todo era paja y oración, sentí sus lágrimas en mi pecho y sus dientes aprisionado mi tetilla para no soltar el gemido que se le atravesaba en la garganta.

La tierra ha empezado a sacudirse, un lamento se va extendiendo por la tierra, es la ciudad que se queja, son los ecos de los que cayeron en doscientos años de fundación, es el final, es el último terremoto. Yo ya no estoy vivo, sólo soy un fantasma.
–Abráceme también hermano, sea partícipe de mi dolor. Él entregó la vida por los hombres y ellos lo olvidarán pronto. Estaba escrito en las piedras y él lo sabía. Ahora por ser el escogido no es nada, sólo es algo que pasó, como usted o como yo querido hermano mío.
La abracé, la abracé duro. La gente empezaba a abandonar el estadio y yo la abrazaba durísimo. Ahí estábamos, con todo el Amazonas para nosotros, desplazando por segunda vez a los indios, vistiéndonos con sus taparrabos, cazando al jaguar, comiéndonos las pirañas, ella y yo tragándonos la selva, esa parte inacabada del mundo, esa vagina inmensa del universo llena de tanta perfidia y putrefacción. No nos separamos ni siquiera cuando empezamos a salir con nuestro grupo. Para mí sólo estábamos ella y yo y no había nadie más. No hablamos, juro que no lo hicimos, era el fin de las palabras.
–Fernanda me has hecho tan feliz, que hasta olvidé las llagas de mis pies desprovistos de calzado.

Emocionado le conté todo el bien que le había hecho a Uzuga dándole mis sandalias, le dije entre otras cosas que lo hacía porque él me había salvado la vida presentándome al maestro y que si no fuera por él en ese momento sería un impío de los que deambulan en las busetas de la ciudad. Ella escondió el rostro entre sus manos, estaba visiblemente emocionada.
–Vamos, no es para tanto, cualquiera en mi lugar hubiese hecho lo mismo. Además comparado con lo que otros han hecho es una ofrenda muy pequeña. Todos debemos ayudarnos, esa es la idea.

Ella se descubrió el rostro y me miró con los ojos arrasados en lágrimas.
– ¡Pero qué has hecho insensato! – dijo en un ataque de histeria, varios empezaron a mirar a donde nosotros estábamos– No nos mereces, ¿no sabes que por los zapatos nos distinguimos del mono? El zapato es una ofrenda que les hace Fuad a sus hijos y allí reside el alma del individuo. Sin sandalias no puedes pertenecer a la comunidad ya que tocas con tu piel la tierra de los hombres.
De un empujón se alejó de mí y empezó a señalarme, noté que su dedo le temblaba al igual que su barbilla.
–Ni siquiera sabes lo que te espera por perder tu calzado. Has preferido a un hombre que a Fuad, has pecado de idolatría miserable salvaje.
Y abriendo su boca empezó a gritar.
– ¡Descalzo! ¡Este hombre está descalzo!
Todos se apartaron de mí formando un círculo alrededor. Yo era la bruja que debería ser quemada.
- ¡Está descalzo!
Un niño muy gordito vomitó al verme los pies sucios y ensangrentados, era un paria, un gusano, ya no era uno de ellos.

– ¡Esperen, esperen un segundo! Estoy descalzo, pero lo hice para ayudar a un amigo –trataba de explicarme pero es muy difícil dejar oír una voz en el murmullo aplastante de miles de personas señalándome.
– ¡No importa! –Gritaba alguien– ¡No importa porque el único amigo verdadero es Fuad!

Una viejuca de lo más fea se abrió paso entre el público y empezó a abrir la boca y creí que iba a salir de ella un petirrojo o en su defecto una planta llena de colores pero en vez de eso un gargajo verdoso salió de ella y se estalló contra mi rostro. Un gordo, el papá del niño que vomitó, se acercó tanto que hasta pude olerle el hedor que le salía por la boca. Sin mediar palabra me rasgó las vestiduras.
–Ya que estás descalzo poco importa que estés desnudo –me dijo el gordo recibiendo a Fernanda que se le abalanzaba en sus brazos–. ¡Traigan una de esas celdas portátiles que tenemos en los camerinos! –Siguió diciendo el gordo mientras le subía la mano por entre la túnica–, a este infiel lo dejaremos encerrado para que se desespere y muera como una rata cuando la tierra empiece a tomar venganza contra los hombres.

Dos lindos querubines trajeron la celda. El gordo y dos de sus amigos me echaron esposado y desnudo a la frialdad del hierro. Fernanda besaba con pasión al gordo.
–Por favor quítame su aliento, la marca de sus brazos en mi cintura –le suplicaba al gordo mientras le estrechaba con sus manos el flácido rostro.
Ella vino un momento hasta la celda abrió la boca y me escupió, después se fue alejando con el gordo hasta que se metieron en un transchoronta.

Desde la celda pude ver cómo se organizaba el éxodo más grande desde la salida de los israelitas de Egipto. Nadie se llevó nada de lo que traía, formando una cadena cantaban gozosos y se sentían en gracia por el simple hecho de no morir en mayo. Con un gramófono, uno de los querubines los organizaba sistemáticamente, los buses se fueron llenando y el estadio Alfonso López se iba convirtiendo en un desierto. Fuad se mantenía a un lado con un gordito que me parecía extraordinariamente conocido pero por efecto del aturdimiento que me producía la estrecha celda no pude reconocerlo. En menos de dos horas el éxodo se cumplió. Todos se fueron menos yo. Las nubes se habían juntado y la llovizna convertía la cancha en un lodazal. Alguien había dicho que la gramilla del Alfonso López era la que mejor drenaje tenía en el país, cosa que había quedado desvirtuada al ver el lodo saliendo del pasto ya amarillo de lo quemado que estaba. Pero todo esto tenía un atenuante, ni la mejor gramilla del mundo podía soportar el estrago que deja una congregación asentada durante meses en una cancha.

Cuando ya me estaba resignando a morir en la celda, no por el terremoto sino por el hambre. Maverick –el gordito que acompañaba al Maestro– abrió la celda. No le dije una palabra, todo era inútil. En el centro de la cancha se dejaba ver la figura de un anciano sentado plácidamente en una silla reclinomática, empinando parsimoniosamente una botella. Con una señal del dedo llamó a Maverick, el niño fue hasta allá y el anciano le murmuró al oído palabras que por cierto no tenían nada de venerable. Maverick asintió y fue hasta la vieja radiola para colocar un disco:
Si yo pudiera
Dañar mi vida
La dañaría
Esa mujer
Vive conmigo
Queriendo a otro
Soy malquerido
Por la mujer que yo más quiero

– ¡Ah! Felipe Pirela –dijo suspirando Fuad– ese sí que sabía cantar Maverick, ese fue el más grande de los bohemios.
Después detuvo su mirada en el cielo, tomó un trago más largo que los otros y tiró la botella al lodo. El Santo varón había desaparecido y ahora estaba de nuevo el viejo borracho y su tumor nauseabundo, el que todos vimos pasar un día con un Long Play de Felipe Pirela bajo del brazo.
–Yo sólo quería que la gente me escuchara –todo se lo decía a Maverick, aunque sé que una partecita me la decía también a mí, que en algo representaba a la humanidad en ese histórico momento–, lo de la Virgen del Perpetuo Socorro era verdad, ella se dirigió a mí pero yo no pude aceptar su santidad. Nadie nos garantiza la vida eterna, por eso no me fui, estoy cansado, enfermo y quería tomar un trago antes de cerrar los ojos. El Apocalipsis va a empezar conmigo y yo sólo quiero cerrar los ojos Maverick, quiero que el temblor me encuentre dormido. Maverick, por favor, desnúdame y desnúdate tú también, ya que va a seguir lloviendo.

Agarrados de la mano se acostaron juntos en el barro a ver el cielo que hace rato no era azul y estaba rebosante de nubarrones grises. Siempre me han gustado los cielos grises y nunca he entendido por qué le llaman a un día soleado un lindo día. El tocadiscos tocó todos los éxitos de Felipe Pirela incluyendo Flores negras y otra versión en charanga de El malquerido; entonces, una vez el disco empezó a girar sin sonido Fuad se volteó adonde estaba Maverick y mirándolo fijamente a los ojos le hundió la daga en la garganta. Lo agarró muy fuerte de la empuñadora añadiéndola una presión despiadada y no lo soltó hasta que la hoja del cuchillo se dejó ver en la nuca del niño. Haciendo una tacita con sus manos bebió de la sangre de su discípulo que salía a borbotones. Después de calmar su sed me miró y sonrió, no me interpuse a que él se pasara el filo de la daga por su cuello. La risa no se le borró del rostro, la muerte se le manifestó porque sus ojos no emitieron ningún brillo y además un hilillo de baba mezclada con sangre le salió de la boca. Fuad entendió extraordinariamente bien que su papel en el mundo había concluido, fue dueño de la vida de mucha gente durante largos meses y con el invierno vendría su decaída.

Los del éxodo lo echarían de menos en el Amazonas, aunque antes de llegar allá se darían cuenta de que el líder no los acompañaría. Sentí asco por haber creído por un momento en él, pero curiosamente lo seguí admirando porque si los otros llegan al Amazonas y tienen hijos y vuelven a poblar el mundo, éste se regirá bajo la figura de Fuad, un hombre que estaba predestinado a ser un borracho y sin embargo cambió su destino y el de todos aquellos que escucharon su palabra.

Fui a ver qué reservas quedaban, agarré muchas papas con concha y con un costal al hombro crucé la ciudad. El éxodo no se había limitado al de los feligreses, la poca gente que quedaba en la calle también creía que el terremoto era inminente. Todas sus vidas habían estado con miedo de que la falla que pasa por Morro Rico alguna vez cediera, y ya la tierra había empezado a lamentarse. Entonces en carros o en cualquier cosa que se moviera la gente fue dejando la ciudad sola. Para irse habían hecho un puente que sustituyera en parte al caído viaducto. La construcción es sumamente fea pero cumple con la función de pasar carros. Yo pasé por ahí para ir al apartamento donde ahora precisamente escribo estas impresiones mías.

El fuego todo lo arrasa, se come a la ciudad como si fuera de madera. Desde un balcón parecido al mío Nerón vio cómo se consumía su ciudad de un solo lengüetazo de fuego. Siempre quise estar solo para poder escribir y ahora la soledad se me hace insoportable. Dentro de pocos minutos la profecía se cumplirá y estas palabras el fuego las devorará o simplemente se las llevará el viento. Estoy tranquilo, ya no hacen falta más palabras.

Biobibliografía

Iván Gallo Sanabria nació en el año 1979 en la ciudad de Cúcuta - Colombia. Es historiador de la Universidad Industrial de Santander. Ha sido columnista y cuentista en diferentes diarios; crítico de cine en revistas especializadas en cine y creador de espacios para difundir el cine en televisión, radio y cine-clubes. Es autor de las novelas inéditas “Las once mil Vírgenes” y “Las naves ardiendo”, así como el libro de críticas de cine llamado “Los Consagrados”. Asimismo se ha desempeñado como docente de Literatura e Historia del Cine en diferentes universidades de Colombia, y como gestor del cine a través de cine clubes, televisión y radio en varias ciudades colombianas. Actualmente reside en Buenos Aires, Argentina, donde se desempeña como docente y escribe nuevos proyectos.