"a Juliana. Por haberme devuelto la fe"

Primera Parte

Nadie contempla este cielo, ni siquiera los otros, mucho menos los otros que se han ido llevándose en sus maletas todo, hasta las lágrimas. Hace más de una semana que estoy acá y ya no se ven carros. La ausencia de carros hace que desaparezca el ruido entonces puedo respirar, pero el silencio es una herida que pesa como dos, y el sueño no llega, nunca llega.

Según la sentencia de Fuad en menos de dos días no quedará piedra sobra piedra en la ciudad. El último terremoto acabará con todo, por eso no hay carros, porque la gente no quiere morir en mayo. Yo me quedé, no recuerdo cuando le perdí el miedo a la muerte, pero es preferible temerle a ella y no a la vida; cuando uno teme respirar cada inhalación duele, en vez de aire lo que entra son astillas que pelan la nariz por dentro, no sangro, al menos no se me nota, imagino que la hemorragia es interna, por eso cada vez que estornudo un liquido espeso me sale de las fosas, no es sangre, es sólo podredumbre.

Son las dos y no he almorzado, por ahí en la cocina tienen que haber papas, si los cálculos no me fallan. Las aprendí a comer crudas sin siquiera quitarles la telita que las cubre, además cocinarlas, conseguir aceite, secarlas, son cosas que me fastidian terriblemente y no quiero otras complicaciones, bastante problema tengo con estar vivo.
Mi vida era cualquiera hasta que llegó Fuad. La ciudad comenzó a convertirse en este círculo de fuego que es hoy. Con él empezó el final, sobre todo cuando se tomó el Estadio Alfonso López para convertirlo en el lugar ideal para lanzar sus homilías apocalípticas, tal vez sin ese mensajero de Dios la muerte nos hubiese encontrado desprevenidos, en el estado puro de la inocencia y no en esta perfidia, esperándola o huyendo, gozando en lo más profundo porque Fuad tenía razón y el mundo sólo es una astilla partiéndose en dos.

Jamás he creído en las bondades de la tierra y mucho menos en la de los hombres, siempre los supe débiles, hartos de temer, trasegando la existencia con la sed de los vasallos. A nadie creí digno de vivir, en lo posible evitaba hablar con ellos, refugiándome en los libros encontraba un bálsamo a mi ansiedad de hablar con alguien, pero el paso de mujeres ante mis ojos hacía resquebrajar el mutismo, la misantropía, sus culos llenos y los ombligos salidos me hacían recordar que yo también soy de su estirpe. Ahora, cuando la ciudad se incendia (desde acá se escuchan las llamas crocar como si fueran ranas y además se puede ver perfectamente cómo el cielo se tiñe de rojo) me vengo a dar cuenta que la historia no importa; el pasado se comprime en un fracción de segundo. El fin está a cuarenta y ocho horas, la muerte me convierte en humano, no hay ataúdes, las llamas consumen los cuerpos insepultos de los que no alcanzaron a huir. Los que ahora huyen creen que escaparon del fin, pero no, sólo lo aplazaron. La muerte nunca ha perdido, soltaremos la roca antes de llegar a la cima. Antes que la venda cayera de mis ojos era feliz aunque no lo supiera, si bien nunca creí en el prójimo, la tranquilidad embargaba mi vida, bien refugiada que estaba entre los libros, en mi soledad y en el sabio distanciamiento con el que abordé mi carrera universitaria. Pocas fueron las personas que visitaron mi apartamento, ubicado en las afueras de la ciudad. Todos me miraban como lo que era, un forastero; eso ayudó a que me fuera al bosque de la universidad a consumir letras y alguna que otra sustancia psicotrópica. Todo lo veía sin ser parte de nada, mi condición de espectador me exoneraba de cualquier decisión. Es eso lo que más le he envidiado a las mujeres, su capacidad de decisión casi siempre recae en el hombre, eso les quita responsabilidad y angustia. A mi no me quitó lo segundo, pero me aumentó lo primero.

El mismo día en que Fuad anunció el tercer secreto que le había confiado la Virgen del Perpetuo Socorro la conocí. Éramos pocos los que quedábamos en la universidad, yo estaba inscrito pero no era suficiente para considerarme un estudiante. La mitad ya había sido embargada por Parmalat, buena parte del edificio de humanidades y las canchas de fútbol eran potreros donde vacas italianas comían su sustento y ya dejaban crecer sus abultadas tetas para que salieran de ellas mucha leche que los escasos estudiantes consumían. Existían dentro del Alma Mater profesores que aún creían que Fuad era un falso profeta, que lo de las tres profecías era un paquete chileno y que era increíble que intelectuales de la talla de Raúl Saldarriaga y Estefanío Benítez fueran a adorar al predicador en todas y cada una de sus homilías apocalípticas. En lo personal no sabía que pensar, las dos anteriores profecías se habían cumplido a cabalidad y si no me había retirado era porque no quería volver a Cúcuta, mi ciudad, a seguir viendo las mismas calles, repetir los momentos que ya había vivido, porque allá solo me espera el círculo que nunca se cierra, el carrusel eterno. Me daba igual si el mundo se acababa o no, todo me daba igual hasta que la vi.

El maletín cargado de libros arqueaba mi espalda, caminaba con dificultad por los pasillos de la facultad; no recuerdo cómo iba vestida y si me pidieran dibujarla no lo podría hacer, se me ha olvidado cómo era su rostro, las líneas que salían de su boca cuando reía, pero lo que sí se me ha pegado en la memoria son los ojos verdes detrás de sus lentes. Venía hacia mí acompañada de un grupo numeroso de gente y mi mano, que muchas veces tiene vida propia, la paró en seco tomándola del brazo: “necesito hablar urgentemente con usted”; en una primera instancia no pensé que esa fuera mi voz ya que la noté grave, cavernosa, pensé en una disculpa en decirle Uy que pena pero es que mi boca a veces hace esas cosas, pero ella no entendería de posesiones intempestivas. Entonces cuando creí que uno de esos tipos que la acompañaban se me iba a abalanzar, a decirme Bueno pues pelado me deja a la hembrita quieta y tal, ella abrió los labios y dejo salir algo muy parecido a “Podemos hablar si me espera, es que tengo clase hasta las ocho” y siguió caminado por el pasillo de la facultad con su andar lento y erguido. Me apresté a esperar el tiempo que fuera necesario en el mismo punto en que me había hablado; no osaba a mover un pie ya que me daba pavor que se perdiera, que por moverme estúpidamente ella no me encontrara. Los minutos pasaron, pensaba que ya no iba a volver, el tiempo se me hizo una eternidad, me arrepentí de no haberle preguntado su nombre, un teléfono cuando llegó.

–No hubo clase; es algo raro, el tipo siempre llega tarde o no viene, hoy llegó diciendo que su mamá se había caído del baño fracturándose tres vértebras quedando en un estado más que lamentable.
–En ese caso creo que cualquier profesor hubiera hecho lo mismo.
–Es que eso no lo discuto, el punto es que es la tercera vez en el semestre que la pobre vieja tiene el mismo accidente.

Viendo los comportamientos de la gente en Bucaramanga uno puede entender cómo aparecen tipos como Fuad. Cada vez eran más los casos de profesores alcoholizados que iban a dar sus clases como una forma de quitarse el dolor de cabeza que dejaba la resaca. La universidad, que alguna vez fue pública, ahora sólo era privilegio de ricos, en lo particular siempre me importó un pepino si donde estudiaba era estatal o privado, lo que sí desilusionaba era que paralelo al aumento de la matrícula iba descendiendo el nivel académico. Esta fue la tercera mejor universidad del continente por allá en los lejanos y mamertianos setenta, por eso vine acá a estudiar en una de las más prestigiosas universidades del país; pero qué va, eso ya es gloria pasada, no existe nada, sólo un panteón y unas vacas y boñiga y hongos y marihuaneros.
Todo eso lo pensaba mientras me fundía en la dulzura de sus ojos verdes, todo eso quise decir, pero soy tímido por naturaleza y hasta el mismo hecho de unirme tiempo después a Fuad fue producto de mi incapacidad de asociación. Siempre le achaqué mi mutismo a la misantropía, pero ahora recordando a los hombres (y a ella, sobre todo a ella) me confieso culpable de timidez y pienso en los grandes misántropos, siento pena por ellos, mucha pena por ellos. Le di paso al silencio, sabíamos todo lo que pensábamos pero eso no era lo importante; la conversación, lo que concernía a nuestros cuerpos, no había empezado. No importaban los vicios del profesor, ni la decadencia inminente de la universidad, caminamos sin saber donde, en línea recta, empezaba a sentirme como un imbécil cuando ella me preguntó a donde íbamos.

–Lejos de aquí, después de las seis la universidad me empieza a saber a mierda.

Ella entendió mis palabras y al parecer las encontró acordes con su gusto. Los atardeceres son bellos pero lejos de la universidad, más en estos tiempos fuadianos donde, como un huracán, las vacas se habían llevado poco a poco los restos del naufragio. Paré un taxi, le dije al chofer que me llevara a un bar en el que solía a ahogarme en el alcohol con el compañero Africano, atormentado hasta el totazo, borracho hasta la médula. A ella no le pareció importarle a donde íbamos, solo atinaba a respirar y a ver cómo el paisaje moría por obra y gracia de la ventanilla.
– ¿Entonces el tipo es un alcohólico? –le dije como por llenar un hueco, siempre sin abandonar la sonrisita estúpida.
– ¿Cuál tipo?
–El profesor.
–Eso parece.
–Claro y tiene razones para beber, sobre todo con lo complicado que está la cosa en el país, mire que cómo estaremos de desesperados que a falta de grandes lideres la gente le come cuento a un fundamentalista de pacotilla como el tal Fuad, imagínese, si yo estoy solo, ¿a donde voy? Pues a los libros, ni siquiera a la universidad ya que ya lo dijo el gran y noble del Carlyle “la verdadera universidad está en los libros” y entonces, ¿para que más? ¿O no?... Ah, es que la bebida es algo muy berraco–. Cerré los puños por no morderme la lengua, mientras hablaba sabía que mis frases eran obsoletas, más que cualquier otra frase de Fuad. Ella me miró como si un cólico se le atravesara en la garganta. Se volteó para seguir viendo el movimiento de las casas por la ventana del taxi.

En un intento desesperado por recuperar un poco de dignidad, encendí el infaltable piel roja, el taxista frenó en seco y volteando el rostro me ordenó que apagara el cigarrillo. Abrí la ventana (no la había abierto por miedo a despeinarme) y boté el cigarrillo. Me sudaban las manos y los lentes estaban empañados. Tuvimos que agarrar la 36, ya que la 33 estaba taponada.
–¿Volvieron a abrir las calles para ampliar los andenes? –le pregunté al taxista buscando recuperar la confianza perdida después del regaño, el tipo me miró extrañado a través del retrovisor.
–Es el maestro –me dijo mientras se santiguaba–, hoy se dirige a toda la ciudad, al parecer va a revelar el tercer secreto que le dijo al oído la Virgen del Perpetuo Socorro.

Desde Guarín veía la peregrinación, los hombres, todos de blanco levantaban un cristo sangrante, muchos de ellos se flagelaban rompiendo así la ropa y de paso las carnes. Un olor nauseabundo se levantaba hasta el cielo, que se empezaba a llenar de aves de presa que volaban en círculo; las heridas de los fieles se abrían con cada paso que daban, invitando a las aves a comer de ellas. Las mujeres lucían flacas y muchos transeúntes se reían, algunos incluso chiflaban y tiraban cosas a la cara de los disciplinantes. Acepté resignado la determinación del chofer, la miré a ella, que observaba sin pestañear la peregrinación. Quise preguntarle qué sentía al ver a la gente desperdiciar sus vidas de esa forma, pero no quise ahondar en el tema, hoy no tocaríamos a Fuad, no me lo permitiría. Sin protestar escuché una canción de Jorge Oñate: Muchas gracias por brindarme nada, hay nos veremos de nuevo, y murmuré el estribillo como quien llena un espacio, letras para el desaburrimiento. Ella me miró extrañada, pero era inevitable no saber de vallenato: a diario tenía que escuchar dos horas obligadas, heridas que quedaban de tanto montar en bus; desde hacía años no se escuchaba otra cosa acá y lo bueno que trajo Fuad fue dejar que los vallenatos dieran paso a los lamentos, a las oraciones que todos los días subían al cielo.

El taxi nos dejó al frente del bar, el mesero nos ubicó en una de las mesas del fondo, pude notar su extrañeza al verme entrar con una mujer y no con el sempiterno compañero Africano, como quien realiza algo por reflejo nos ofreció una carta, pero decidimos que no, que dos cerveza bien frías estaba bien. Hablamos y ella resultó llamarse Fernanda, estudiaba derecho y había nacido en la capital. Después de la tercera cerveza la imbecilidad se me había reducido ostensiblemente y pude explayarme, dejar el tatareteo para otra ocasión, contarle mis penas como quien vomita en un balde; ella también hacía lo mismo y se lo volvían los ojos más verdes a medida que hablaba de sí misma. Aunque no nos parecíamos en nada la supe cercana a mí, supe lo que era interesarse por alguien. Quería tocarla, invitarla a que permaneciera en mi vida. Empecé a impresionarla citando grandes nombres de la literatura, que Hemingway y su idea de sólo terminar una jornada de escritura sabiendo exactamente cómo empezará el siguiente párrafo al otro día; de Faulkner y el hecho de que el lugar ideal para un escritor sea un burdel, ya que de día se tiene la paz de un convento y de noche el cataclismo que sólo pueden producir las putas y el alcohol. Ella me preguntó que si había leído Luz de Agosto y le dije que no, que todavía no estaba preparado para entrar en su mundo.

–Sin embargo Yoknotapawa todavía no entra allí, la narración es lineal y hay un negrito al que le dicen Christman que lo persiguen hasta matarlo, alguna vez intenté leer El sonido y la furia pero confieso que me quedó grande. –dijo ella.
–Si, algo me han hablado de Luz de Agosto que es como una novela negra, de la tradición de Hammet, el de El halcón maltés, pero ¿sabes qué pasa con Faulkner? Esa puta adoración por Joyce, si no crees lo que digo, léete El sonido y la furia y te juro que hay paginas enteras que parecen calcadas del Ulises.
–Me parece que estás equivocado, una cosa no tiene nada qué ver con la otra –¿Cómo puedes negar eso? Si Faulkner fue escriba de él cuando quedó ciego.
–No, no, no… Vuelves a estar equivocado, el escriba era Beckett, no Faulkner.
–Bueno, bueno, la influencia es innegable. ¿Estás segura que fue Beckett?¬– Le dije no dando mi brazo a torcer. Ella iba a responder algo pero la llegada de la cuarta cerveza la interrumpió.
Seguí hablando las tonterías que alguien desesperado dice para llamar la atención. Hablé tanto que tuve la valentía de defender a Faulkner contra mis propias acusaciones, ya que nunca lo había leído, pero tenía entendido de que las mujeres eran astutas y siempre buscaban hombres inteligentes para salir de todas las dudas que tenían, argumenté magistralmente que en El sonido y la furia “la única manera de ver el mundo en los ojos de un idiota es poniéndose en el pellejo del mismo idiota y para esto nada mejor que el monologo interior, arma perfeccionada por Joyce para acabar de una buena vez con el arcaico concepto de la novela”; y así seguí poniendo en boca mía cosas que de ninguna forma me pertenecían. Todo lo que decía sobre Faulkner, lo había leído en las contraportadas de los libros que, apilados, tenía el papá de Africano; tampoco había ojeado a Joyce, y si lo cité fue porque en 1999 el Ulises estaba de moda al ser declarado el libro del siglo.

Todo esto lo decía para impresionarla. ¿Habrá fondo para la bajeza de un hombre, cuando de seducir se trata? No tengo nada en contra de las bajezas, creo que uno de los beneficios de estar vivos es traicionarse y traicionar. ¿Qué importan las máscaras? Yo a esta mujer no la iba a perder por un pequeño problema de moral, no señores, ese no soy yo. Ahora han pasado catorce meses desde esa noche, ahora ya no hay nadie en la ciudad, me veo resignado a comer papas, que por cierto ya empiezan a escasear. Ahora contemplo mi desgracia absolutamente resignado. Para que sufrir más, si según la sentencia de Fuad en dos noches ya no estaremos más acá.

–En Medellín o en Manizales me hubiese pasado algo así –dijo después de reflexionar–, aquí la gente es más voyeurista, se oculta tras las cortinas para verlo a uno pasar y nunca dicen nada, menos usted que se acercó y habló–. Y continuó diciendo cosas que hoy, a dos días del terremoto no recuerdo.

Ya habían pasado ocho cervezas cuando ella preguntó “¿Y a todas estas usted cómo se llama?” Y le dije mi nombre como quien pronuncia algo que no se debe pronunciar, ella se distanció en un silencio profundo y empezó a mirar cómo los carros pasaban por el asfalto tapizado de lluvia.

–Llovió mientras hablábamos–, empezó a tararear una canción quise preguntarle qué la había sumido en ese profundo distanciamiento, pero preferí callar y, como un reflejo, le alargué la mano y ella en lugar de rechazarla la apretó duro, como quien teme caerse. Su silencio no era más que un abismo, continué callado con los ojos agolpados en lágrimas y una sonrisa que me hacía parecer indudablemente una muñequita china. Cuando lo único que quedaba era besarnos, una voz que provenía de un parlante nos cortó el aire como con un cuchillo.

–Aló, aló… si, bueno, bueno… uno, dos tres –decía un tipo dándole golpecitos al micrófono con dos dedos–. Miren, yo me llamó Juan Adolfo Ortiz y soy el dueño de este bar, vengo a comunicarles algo que es sumamente importante, pero no sé si me están escuchando, ¿aló? Por favor levanten la mano si están escuchando. –La gente levantó los brazos a la vez como si se tratara de la orden impartida por una estrella de rock; de reojo la miré a ella y me di cuenta que no sabía ni su nombre, ni de dónde vivía–. Bueno, al parecer como que sí, miren lo que pasa es que el último secreto que la Santísima Virgen del Perpetuo Socorro le reveló a nuestro querido redentor Fuad ha sido por fin divulgado–, en esto el tipo sacó unas gafas visiblemente bifocales y empezó a leer un papelito arrugado –para bien o para mal, aunque yo creo que es más para bien que para mal, porque todo es por algo señores, todo es por algo; la hermosa ciudad de Bucaramanga será destruida por un terremoto dentro de un año dos meses y cinco días. Nosotros cerraremos el bar indefinidamente a partir de ahora ya que nos uniremos a los hombres de Fuad que se albergan en el estadio Alfonso López. Así que buen viento y buena mar queridos clientes a los que con tanto gusto atendí durante estos veintitrés años. Nosotros nos uniremos en cadena de oración para salvar nuestras almas curtidas de pecado.

Lo primero que hizo ella fue pararse, yo hice lo mismo, todo fue por un momento de histeria colectiva, la gente que al principio se paró se lo tomó con calma y al caminar por el asfalto tapizado de agua, fueron acelerando el paso hasta correr. Ella también corrió, yo le seguí y la tomé del brazo, pero ella lo agitó como quien se quita de encima algo muy molesto y pegajoso. No me di cuenta en qué se fue, me devolví a pagar la cuenta pero el administrador no quiso aceptar mi dinero, dijo que para qué quería esos papeles si en el reino de los cielos esas cosas no tenían valor alguno. Después de dos tragos de brandy que me regaló el dueño salí del bar. La llovizna desbarató mi peinado y en el trayecto hasta la casa vi como la gente se arrodillaba en los jardines de las casas para implorar un cupo a Dios en el cielo. Ya sólo pensaba en Fernanda y en su mirada verde, como también lo pienso hoy: un año, dos meses y cuatro días después; comiendo papas crudas y viendo la autopista repleta de nada.

Cansado de estar parado saqué la mecedora para seguir viendo el cielo y la autopista. A veces me fijo en otras cosas como por ejemplo en un árbol o un puente peatonal sin peatones, pero por sobre todo prefiero el cielo y la autopista. Todavía al lado de ella una fila interminable de postes de luz la iluminan; desde acá escucho el sonido ensordecedor que emiten, nunca pensé que tuvieran algún sonido, pero ahora, cuando todos se han ido la luz que sale de ellos no solamente ilumina sino que también grita como si le doliera salir a ver el final.
Después de todo y en medio de su inmovilidad la autopista todavía se mueve, hay momentos en los que escucho los motores de los carros rugir, y esos sonidos quedan atrapados en las cosas después de que se van. Ojalá las cucarachas me sigan escuchando cuando no esté más. He encontrado dos papas, las he juntado con las otras que tengo debajo del colchón. Con ellas burlaré el hambre hasta pasado mañana. El cielo se pone gris, aunque no hay nubes. El incendio parece acercarse, porque todo croquea desde hace unos días, como si alguien cansado de los designios fuadianos se hubiese empeñado en la tarea de cambiar el sino de la ciudad: no un terremoto, sino un incendio. Imagino al hombre detrás de este silencio, imagino su cara llena de hollín de ceniza pegada a su piel y lo que alguna vez fue blanco se negrea, se pudre, se convierte en pasado.

Dentro de poco será noche, por ahí debe haber un trago de ron, no sería mala idea destaparlo y brindar por el incendio. El incendio es la prueba fehaciente de que la ciudad se ha negado a morir. Siempre estuvo muerta esta ciudad, por eso es que uno salía a sus cafés y se aburría tanto, el té a medianoche y la sonrisa de una mujer furtiva y no más. El incendio es lo más importante que le ha pasado en años, es una pena que no haya nadie más para verlo.

El humo ya llega hasta acá, son casi dos cuadras las que se queman, huele a carne chamuscada, a cadáveres tostándose. A montoncitos fueron sacándolos como quien los asolea, no hubo tiempo para darles cristiana sepultura. Había tanta prisa, los buses atestados de gente, la cara de ella mirándome desde la ventana, mirándome y diciéndome con su mirada, pobre hijueputa, privarse de la dicha fuadiana por andar descalzo, y yo gritándole “¡no fue así! Uzuga, el compañero, andaba descalzo y yo no podía verlo sufrir de esa forma”, pero ella no me escucharía pues el bus ya había arrancado y yo acá entre cadáveres surcando la autopista a pie refugiándome en el apartamento, en el mirador como quien desde en un palco ve el espectáculo de una ciudad ardiendo sola. El incendio parece arrastrarlo todo, puede que Fuad haya estado equivocado, que no sea un terremoto sino un incendio. Nadie pudo determinar que el Apocalipsis viniera con Fuad, y por eso esa noche en que llegué a la casa todavía pensaba en ella y en su nombre, y no en el fin, que para mí, escéptico por naturaleza, solo era una patraña del impostor.

En la noche de la revelación del último secreto me senté en el sofá dispuesto a desocupar botellas y a escuchar música. Yo vivía con dos hermanos y a esa hora no habían llegado, así que puse cualquier CD sin importarme qué tan duro pudiera sonar. Sonó un bolero Dime que por mí no tema, de Celia Cruz cuando formaba parte de la Sonora Matancera. Celia no siempre había cantado en Miami, en épocas pre-castristas vivía en la Habana con su familia y cantaba en el grupo de todos los cubanos, orgullo de Latinoamérica presencia infaltable en las noches del Tropicana, atestado de gringos sentados cómodamente en sus sillas destapando sendas botellas de whiskey, las fuentes de agua se elevaban imponentes hasta el cielo, ellos se inquietaban, miraban a la orquesta, uno de ellos levantó la mano llamando al mesero.
– ¿Quién es la negra que canta tan fuerte?
–Es la estrella de la noche–, le respondió inclinando levemente la cabeza en señal de adoración –¿Por qué, quiere un autógrafo de ella?
–Para nada–, responde el gringo en un pésimo castellano –lo que pasa es que no nos deja hablar, ¿podría hacernos el favor de decirle que cante más bajo?–. Diciendo esto le ponía en el bolsillo un billete de cien dólares cuidadosamente doblado.
El mesero, siempre con la cabeza gacha recorrió el camino que lo llevaba a donde estaba la orquesta y esperó a que sonara el solo de trompeta, para subirse a la tarima y decirle al oído a Celia lo que el hombre había ordenado. Ella preguntó qué tan bajo quería que cantara y el mesero para curarse en salud le dijo “yo que sé chica, lo más bajo que puedas, ¡si es posible no cantes!”, y ella fue retrocediendo lentamente hasta esconderse detrás del bajo y contrabajo y la orquesta se fue apagando lentamente como una locomotora deteniéndose. Y los gringos levantaron las copas y pudieron cerrar el trato en paz. Pocos años después ella se fue a vivir en Miami y los latinos la eligieron unánimemente como la reina, ellos mismos llenaron coliseos en Nueva York y en todos los estados de la unión pero a los gringos nunca les gustó y fue una gran frustración para ella que siempre estuvo dispuesta a servirles. Todo esto pensé mientras tarareaba Dile a tu nuevo querer, que no hay nada que temer, porque hace ya mucho tiempo que te borré de mi mente, y no me acuerdo de ti, pues toda mi ilusión la tengo puesta en alguien, que me merece en verdá”, y en un poco de cosas que por culpa de esta noche roja (donde las llamas ya rasgan las nubes) no recuerdo. El ambiente se llenó de música y yo de tragos, allí mismo y pensando en la mujer y en sus ojos me quedé dormido después de El Trompeta y antes de Fichas negras.

Los hermanos llegaron después de las nueve, por lo que vi no habían dormido pues estaban pálidos y con la barba enmarañada y grasienta y el pelo revolcado, algo extraño en ellos que eran buenos hijos de los ochenta y por lo tanto no abandonaban la vieja costumbre del blower y el New wave.

– ¿Estuvo buena la rumba anoche, o qué? – Les dije para aligerar el ambiente que en ese momento estaba denso.
–Pues no, no estábamos rumbeando–, contestó el más alto quien como por regla general también era el más imbécil –el que sí creo que se tomó más de uno fue otro.
–No sé de dónde saca güevos usted–, empezó a rezongar el otro mientras sacudía la cabeza. Era el más bajo y más pacato, en su infancia fue Boy Scout y de los buenos, ya que siempre ganaba medallas, las tenía, si la estrecha memoria no me falla, en el espaldar de su cama–. ¿Es que no se da cuenta que en menos de año y medio no quedará piedra sobre piedra en la ciudad?

Me cantaletearon como dos horas, yo los miraba con mis ojos chiquitos desde el sofá, allí pensaba botando babas en el pelo rubio de Fernanda, en que a ellos no les parecería bonita ya que estaban acostumbrados a la mujer bruta de tetas grandes y no a las flacas de gafas que muchas veces después de tirar tenían cosas qué decir y no se quedaban en la quietud, en el maldito mutismo de las tetonas. El más grande se agarraba los pelos, mientras el bajito caminaba desesperado por el balcón, donde ahora tengo la mecedora y me balanceo esperando que las llamas vengan por mí. “Si se callaran un momento podría escuchar el preludio del almuerzo, pero sus voces parecen bloques de hierro cayendo por el piso”, pensaba en ese momento. Gracias al fragor que tenía el más alto, pude ver que se le había caído una especie de estampilla y al recogerla me di cuenta que tenía la imagen de Fuad. Por eso sus recriminaciones, por eso el desespero.

Allí empecé a temblar, al ver que Fuad también atacaba a arquitectos o al menos a estudiantes de arquitectura (los dos estudiaban esa carrera en la recientemente desaparecida universidad Santo Tomás) siempre tan centraditos, tan buenos estudiantes. Al principio empezaron a ir a sus homilías porque los curas de su universidad se habían devuelto a España asustados por la ola de fanatismo que se difundía en la ciudad; vendieron sus Play Station, pasión que los absorbía por completo, y renunciaron a la televisión por cable; así que aburridos se fueron un sábado en la mañana al Estadio Alfonso López y volvieron al mes, con el pelo largo, la barba enmarañada, sin el blower ni brillo en los ojos.
–Estamos con Fuad–, me dijo el más alto al ver que yo había recogido la estampita.
Me hablaron de Fuad y de cómo había llegado una mañana del 97 sin nada en las manos y con un LP de Felipe Pirela debajo del brazo, borracho y sucio como todos los días, se iba a tomar por los lados del mercado de Guarín, a una tienda que, si no estoy mal, se llamaba Los inquietos. Una de esas mañanas en que amanecía entre cáscaras de aguacate y picotazos de chulo, siempre con el disco debajo del brazo, amaneció sin resaca y con la firme intención de irse lo más pronto posible a la Puerta del Sol. Una vez llegó al lugar (eran como las dos de la tarde y el sol le caía directamente en la cabeza) se le apareció una luz que a él se le hizo muy parecida a la de Encuentros cercanos del tercer tipo, película que él había visto en estreno en el Andalucía. La luz se fue disipando y él pudo apreciar con total nitidez la imagen de la virgen del Perpetuo Socorro. Dicen que ella lo invitó a una changua con arepa y que hablaron como tres horas, mientras él comía ella misma agarraba su túnica y le limpiaba la cara que la tenía llenita de cáscaras de aguacate y una sustancia rara que la Virgen asoció con la mierda del chulo. Una vez le limpió la cara le dijo tres cosas en el oído, los transeúntes que pasaban en ese momento por los lados del hotel Chicamocha se asombraron al ver a una mujer bonita besar en los labios a, lo que parecía, un mendigo apestoso.

Decía el más alto –que por cierto era el que más hablaba– que la virgen le dijo a voz en cuello que tenía que cambiar de vida ya que estaba para grandes cosas acá en la tierra. La virgen del Perpetuo Socorro se fue antes del mediodía no sin antes anotarle en un papelito las tres grandes desgracias que azotarían a la ciudad. Fuad sabiendo que no se debe perder el tiempo cuando se pretende salvar al mundo se paró de la mesa e ignorando la resaca empezó a contarle a la gente que esa señora que lo acompañaba era la virgen, la virgencita del Perpetuo Socorro. El dueño del local lo sacó a empellones de allí y le dijo entre otras cosas que era un apestoso y un loco hijueputa.

Fuad no se amilanó, al contrario tuvo más fuerza, de todas las limosnas que recibía –dicen los que lo conocieron antes de fundar la secta que tenía un tumor del tamaño de un balón de micro en la cara y que esto ayudaba mucho a su profesión de mendigo– ahorró y compró un megáfono, eso sí a crédito, para hablar por las calles sin quedar afónico. En los primeros dos meses sólo lo seguía un borracho y un ex campeón nacional de bici-cross que por culpa de las drogas había caído en la indigencia. Día y noche Fuad le contaba a las calles su experiencia con la virgen y no perdía oportunidad para divulgar la primera desgracia: los dos viaductos que unen a la ciudad con Floridablanca, caerían sin piedad sobre los habitantes del barrio san Miguel. La gente se reía de tamaño disparate: “¿A quién se le podría ocurrir que se caerían los dos viaductos? Si han sido construidos por acreditadísimos ingenieros alemanes y esos monos ojiazules divinos no se equivocan jamás, no m’hijita, porque esa gente sí estudia oye, estudia muchísimo”.

A las dos semanas con sus horas y segundos (tal como lo había predicho Fuad) los dos puentes cayeron contra los miserables habitantes del Barrio San Miguel. Al parecer y después de un exhaustivo análisis no se encontraron causas lógicas para explicar el suceso. En ese momento la gente comenzó a hablar del tipo ese que andaba por ahí todo andrajoso, que recorría las calles con un megáfono, un tumor tapándole media cara y los tenis rotos. Las dignas señoras de nuestra sociedad se vistieron de gala para recibir en sus casas al nuevo Mesías, por designio suyo mandaron a demoler el intercambiador vial de la Puerta del Sol –obra cumbre de la arquitectura bumanguesa– para construir allí el gran santuario de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, que en un principio tuvo una capacidad para ocho mil feligreses, cosa que empezó a ser insuficiente ya que ríos de gente venían a verlo en sus homilías que eran de lunes a lunes. Ante la inminencia de que el santuario fuera insuficiente, la primera dama de la ciudad propuso que se trasladaran al Alfonso López ya que a éste le cabían más de veinte mil personas. Esto desató la ira de los hinchas del Atlético Bucaramanga y de los mismísimos universitarios que por esa época leían y eran ateos. El más alto recordó que ese año hubo manifestaciones contra el fanático ese que al paso que iba acabaría con la ciudad.

Fue en este punto donde Fuad demostró más entereza de ánimo y sus dotes de político, pues reveló el segundo secreto: La universidad sería vendida a una conocidísima empresa italiana de productos lácteos. Los estudiantes no se dejaron amedrentar por la profecía, ¿a quién se le iba a ocurrir que el gobierno iba a vender la Universidad para transformarla en potrero? Primero la privatizan para forjar a los futuros dirigentes de nuestra sociedad, aunque todo eso siempre se demora un buen tiempo.

Al mes exacto de que Fuad dictara su sentencia, la universidad fue cedida a Parmalat. Al parecer el rector había firmado un contrato multimillonario con esa empresa para proporcionarle al estudiante leche y yogurt en los desayunos. El dinero no pudo ser cancelado a tiempo y antes de que remataran prefirieron vendérsela por nada a la empresa de leches. Los estudiantes quedaron helados en vez de protestar agacharon la cabeza y de rodillas le suplicaron a Fuad que los perdonara y que los dejara pertenecer a su congregación; Fuad dando muestras de su infinita gracia los acogió en su seno.

Los feligreses crecían todos los días. Desde Cúcuta millares de enfermos llagados y purulentos venían a la ciudad de la alegría para que Fuad los tocase con su manto. El templo ya no podía albergar a toda esa gente, además no volvían a sus casas (se supo que la primera dama de la ciudad se había trasladado con todo su séquito al templo), esto hizo imperativo trasladar a toda la comunidad a un sitio más grande, así que se fueron al Alfonso López.

Fuad hasta último momento se negó al traslado. Él decía que los aficionados también tenían derecho a divertirse así fueran sólo “unos desgraciados impíos que sólo merecían la muerte”. El representante de los estudiantes tomó la palabra “por eso no hay ningún problema, nosotros despojaremos de su propiedad a esos burgueses de mierda. No te preocupes amo y señor, que dentro de poco el Estadio será el nuevo templo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”. Armados de pancartas, consignas y fusiles, los estudiantes aplastaron a los dos mil hinchas de la barra Ordoñese de la risa y a otros mil de Fortaleza Leoparda Sur. La batalla sólo duró cuarenta y cinco minutos. El camino se había despejado, el Estadio sería el nuevo templo.

Los hinchas sobrevivientes decidieron botar sus trompetas y camisetas amarillas y sin pensarlo mucho se unieron a la congregación, más por desocupe que por fe a Fuad. Pero como él, y sólo él, tenía el poder de hacer cambiar al más radical –lo digo por mí, queridos hermanos míos– con el paso de los días se convirtieron en convencidos y abnegados fieles; algunos, los que acostumbraban pegarse todos los domingos contra la policía, se convirtieron en su guardia particular.

Los veinticinco mil fuadistas no quisieron salir de allí y como la fama de Fuad se extendía inevitablemente por todo el país, miles y miles de personas no paraban de llegar a la ciudad bonita. En el parque Santander llegaban los buses de Cimitarra, Zapatoca, San Vicente de Chucurí, la Algabarra, La Don Juana, etcétera. Todos dispuestos a escuchar y seguir las órdenes del nuevo redentor.

Tuvieron que demoler las tribunas Norte y Sur para que toda la gente cupiera en el mismo sitio y ponerles dos pisos a Oriente y Occidente quedando el estadio con treinta y cinco mil sillas más que el Maracaná.

Todo esto me dijo el más alto. Busqué desesperado entre mis bolsillos un cigarrillo pero no lo encontré. El más alto empacó y le dijo al bajito que hiciera lo mismo, pero rápido. Se fueron. No los volví a ver, ni siquiera en las noches que pasé en el estadio, al albergue de Fuad y su gente. Creo que terminaron despreciándome. Después de aceptar que no tenía cigarrillos volví a poner un CD que estaba antes de yo llegar. Entonces pensé en ella.

No me cabía la menor duda que era una de las trescientas treinta y ocho estudiantes que todavía recibían clases a pesar del cierre de media universidad. Ella no se rendía a los pies del profeta.
Al asomarme a la autopista vi que los carros iban y venían, unos al sur, otros al norte. Ninguno se detenía en seco. ¿Ella estaría en uno de esos colectivos repletos de gente y de pensamientos flotantes? La única forma de saberlo sería detener bus por bus y revisarlos hasta encontrarla mirando por una ventanilla, tratando de encontrar el origen de la vida en la marca de los carros. Me veía abajo, en la mitad de la autopista, deteniendo los carros en seco, como un improvisado policía de tránsito obsesivo, deteniendo buses repletos y obligándoles a bajar toda la gente. Me quedarían dos vías más para detener, tendría que convencer a alguien para que me diera una mano. Vería a alguien muy parecido a mí pero que también tendría la cara de africano y unas películas debajo del brazo. Lo pararía en seco “ayúdeme hermano que estoy buscando a una pelada y no sé dónde encontrarla”; el tipo trataría de escabullirse sacando un pretexto cualquiera “tengo que ver estas películas hoy mismo porque si no me cubran multa y esas cosas”, pero lo agarraría del brazo y me quitaría las gafas de policía y le diría mirándolo a los ojos que era una cuestión de vida o muerte encontrar a esta mujer. Detendríamos todos los buses que vendrían por la autopista pero nos haría falta otra vía y justo cuando el hombre que se parecía, a mi empezara a sentirse bien con su trabajo se desanimaría, botaría las películas al suelo, se iría refunfuñando y yo dejaría de pensar tantas güevonadas. Ni una dirección ni nada, tanto seguirla, tantos días esperándola en la entrada en la universidad para volverla a perder. Ojalá tuviera razón el loco de mierda del Fuad y todos ardiéramos de un momento a otro.

Por la posición del sol supe que era mediodía, el sudor que me recorría el cuello me avisó de la imperiosa necesidad del baño. Podría pasar veinte años sin bañarme, con la barriga puesta al sol hinchada y verdosa. De niño nunca me bañé los sábados y eso que vengo del valle de la muerte, donde todo se pudre y se parte en dos. Huelo a almizcle y a mierda, hay una costra que recubre la espalda. Soy una tortuga gigante, el nuevo monstruo del sol y del cují. Fernanda parecía limpia, elegante –a veces levantaba el dedito más pequeño de su mano cuando agarraba el vaso– flaca y blanca. ¿Qué se sentiría ser tan limpio y tan blanco? Las raíces negras del pelo delataban que las puntas amarillas eran producto del agua oxigenada, pero qué importa, la realidad casi siempre nos lleva al llanto, sólo en la mentira está lo bello. Fernanda está hecha por mí, por mis recuerdos. Poco puedo hacer tan lejos de la caravana –ya los buses que partieron no se ven– lo único que queda es el recuerdo, después no es nada, ni la calma. Los recuerdos lo suavizan todo, la casa, el parque, la universidad, la mujer que yo hice de tanto recordarla.

El incendio se ha comido tres manzanas, la brisa sopla y se convierte en una mano de fuego que destruye todo lo que toca. Desde acá se escucha el crepitar de la madera carcomiéndose en llamas. Nadie quemó esta ciudad, lo hizo ella misma de tanto odio. El fuego ha convertido la noche en un día pequeñito. El cielo parece de cartón rojo. Las ratas salen desesperadas de las casas, se suben a los árboles pero allí también les llega el fuego y las chamuscan. Ellas sobrevivirán a la catástrofe. Las ratas son la prueba fehaciente de que el mal prevalecerá sobre el bien. Es el único animal que se reproduce; el león del África que se niega a morir por su misma leonicidad se siente apocado ante la rata ramificándose, convirtiéndose en río. Los ojos se me cierran y yo dejo que lo hagan quiero estar así casi ciego, que sean cinco minutos, escuchar al fuego y el silencio; quiero respirar sin que me duela la nariz, quiero descansar de tanta vista.

No sé cuánto he dormido. Todavía no amanece. El sueño me ha dejado muy cansado. Entre todo lo que soñé me encontré en un pasillo a Africano, el compañero de juergas. Juntos tomábamos cervezas en una calle repleta de almendros, nos reuníamos en las noches a ver películas en su casa o cualquier partido de fútbol. Era un snob inveterado, como yo, hablábamos de Fassbinder sin haber visto una de sus películas. Leíamos mucho a un crítico de Medellín que ya había muerto y por quien conocimos a Rainer Werner. El snobismo era nuestro lazo de unión. Lástima que yo lo haya tenido que matar. Africano era un buen tipo; recuerdo que quería irse para la capital porque no soportaba a Fuad y todo lo que se había generado en torno a él. Se iba a estudiar cine en la Universidad Nacional y por eso estábamos en Jazz Note celebrando, relamiéndonos como dos perros las heridas mutuas.
–Esto debería ser una celebración y no otra cortina de quejas, ya pasó en la Nacional y va a estudiar lo que le gusta ¡brindemos por eso!
– ¿Y que, que voy a hacer después de que me gradúe? Películas como Orson Welles no, estamos en Colombia y lo más seguro es que termine haciendo comerciales de Copitos Johnson & Johnson’s.
–Eso no es una constante. Acá lo que hace falta es talento y usted lo tiene, mire que le quedaban bacanísimos esos cumpleaños de su abuelita filmados en la finca.
Africano ahogó su risa con un profundo trago de cerveza, después se le empañaron los ojos y tal vez recordó que Welles había hecho la mejor película de la historia a su edad. Ese es el mayor defecto que tenemos los snobistas: el puto ego. Por él es que nos comparamos con los más grandes, vieja costumbre de leer biografías. Caíamos en depresiones profundas pero se quitaban con una cerveza, como la que se tomaba en ese momento el fiel compañero Africano.
–Vámonos para Bogotá, póngase a estudiar mercadeo y publicidad y déjese de meter mentiras con la Historia que eso no es lo suyo.
– ¿Y quien dice que la literatura no es lo mío?– le contesté.
–Yo no lo digo, pero algo debe ser lo suyo; a los dieciocho Rimbaud lo había dicho todo, Dostoievsky a los veintitrés era el nuevo Gogól...–Y ahí sacó toda su retahíla, recordándome que ellos eran genios y yo no–, entonces si uno no es genio tiene la obligación de gestarse una obra por medio del sacrificio o si no hay que ver al Vargas Llosa que a punta de rigurosidad casi historiográfica se ha convertido en el mejor de los novelistas históricos vivos. Además es un putas, a los quince se escapó con su tía (veinte años mayor que él); imagínese mientras nosotros nos masturbábamos por las tías él se las comía. Lo peor es que eran los cincuentas y la familia no podía permitir esa infamia. El papá de Mario que vivía en Estados Unidos se regresó al Perú y con un rifle cargado los buscó por todo el país. Fue tanto el acoso, que se marcharon a París, donde ella murió –Comprobé que esto era mentira ya que uno de los últimos libros que leí antes de unirme a Fuad fue La tía Julia y El escribidor, así que supe que Africano era un farsante–. Y Vargas Llosa tuvo que ganarse la vida escribiendo en Le Monde y a los veinticinco ya era conocido como el Sartrecito latino y ¿nosotros qué? Tomando Brandy con plata del Papá, en vez de estar leyendo y escribiendo, gestándonos una inmortalidad propia. Y eso que no le he contado la anécdota que le atribuye Cabrera Infante. Este güevón de veinticino años sólo en su buhardilla parisina, con la nevera y el estómago vacíos. Todo el día dele y dele al tecleo de su máquina de escribir y de un momento a otro pum, tocan la puerta, Cabrera Infante estaba en la otra pieza y se desespera porque Mario no para de escribir, va hasta la puerta y abre, una rubia despampanante pregunta por el arequipeño este de mierda, Cabrera Infante de mala gana le dice que entre, la rubia se sienta y el cubano vuelve a su cuarto. Desde el cuarto sigue escuchando la máquina sonar, cuando se interrumpe escucha la voz del escritor diciendo: Vístete por favor. Después sigue el tecleo y luego un portazo. Jueputa le dijo que no a una parisina envuelta en piel de bisonte.
–La piel de bisonte es asquerosa y la gente que la lleva más.
–El punto no es la piel de bisonte, el punto es haberle dicho que no a esta vieja, marica –Y se llevaba las manos a la cabeza–, nosotros dejamos de escribir por ver una película porno y este man le dice que no a una parisina de piernas largas, es un genio güevón –Detuvo súbitamente su retahíla y dijo moviendo sus dedos–. Escuche marica, escuche, éste es otro de mis hombres, el creador del blues, el que le dio el mejor consejo de la historia del rock al maricón del Jagger. Escuche marica, escuche, aprenda y respete.

Africano agachó la cabeza y en un imperceptible tarareo pudo escuchar los acordes de Road to Move de Jhon Mayall. De entre toda la gente que entraba y salía del bar, en una de esas oleadas llegó ella, venía agarrada de la mano de un tipo alto y barbado “¿quien será ese hijueputa?”, me dije mientras desocupaba la séptima cerveza. Africano alzó la cabeza y ya borracho reanudó su perorata: que Foucault se había comido su primera verga a los trece años y de un periodista deportivo que había conocido la gloria aún imberbe; yo no lo escuchaba (me importaba una mierda lo que estuviera diciendo) ya que mis ojos se habían posado sobre ella, casi con la misma intensidad con que hoy miro a la autopista. Era tanta la fuerza con que la miraba que ella lo notó, al voltear sentí su turbación, le dijo algo a su compañero y como un ramalazo se vino hasta mí.
–Siento mucho lo de la otra vez, me fui sin pagar ¿cuántas cervezas me tomé?
Antes de que me saliera una baba le contesté que no sabía, que era mejor olvidarse de ello pues yo había invitado.
–Ni pensarlo, me imagino el dilema que habrá tenido por gastarle a una mujer sin haber recibido nada a cambio.

Africano que ya casi dormitaba se levantó ante las palabras de Fernanda, al mirarme no pudo reprimir la carcajada; la cara se me puso como la carne cruda, los ojos se me llenaron de lágrimas cuando ella tiró en la mesa un billete de veinte mil.
–Espere un momento, ¿a qué viene esto? Yo sólo quería invitarla a unas cervezas.
–Pero no podía negar que también quería besarme.
–Pues no, y si es así ¿qué tiene de malo?
– ¿Si ve? ¿Ve cómo tenía razón? Y no habrá podido dormir en paz de sólo pensar en su frustración.
–No he podido dormir en paz porque he temido no verla más.

Africano, Fernanda y el tipo alto que la acompañaba estallaron en una sola carcajada. Después se callaron y ella me miró con desprecio. También se volteó y se sentó muy cerca del tipo que aprovechó para pasarle el brazo por la espalda y darle un sonoro beso en la boca. No sabía que era más humillante si irme o quedarme, al fin el tipo que iba con ella se puso bravo porque había pedido una canción de Taj Majahl y al final no se la habían puesto. Se paró abrazándola y sin mirarme se fueron.
– ¿Qué fue lo chistoso Africano? –le pregunté sin malicia.
– ¿Como qué? Fue realmente patético, ¿de verdad pretendía besar a esa mujer? ¿A esa mujer de piernas largas y ojos verdes? ¿Es que no ve al tipo que la acompaña? Es un ganador y usted, usted no es nadie, un güevón que sueña con encontrar su sino y que posiblemente se quedará calvo en su intento y morirá solo y sin brillo, sin nada digno para ser recordado. Usted debe aspirar a la gordita bigotuda, ¿sabe cuál fue el éxito de Casanova? No, no sabe, pues que él reconocía sus limitaciones. Casanova sabía escoger muy bien, porque se conocía a si mismo. Las memorias por Dios, qué bien hechas que están, dicen que Fellini se las sabía de memorias y por eso se enamoró del personaje, lástima que la película no haya salido del todo bien
– ¡Cassanova! Cassanova me importa un culo, no era feliz.
– ¿Y quien lo es maricón? ¿Sabe cuantas mujeres se comió Cassanova? ¿Cuántos años tiene usted?
–19 –mentí– los mismos suyos.
–Pues a los 19 Cassanova ya se había acostado con más de veinte mujeres.
En su sarta de palabras citó a más de treinta personajes célebres, entre ellos a Picasso “que a los 19 ya representaba a España en la primera feria mundial del siglo XX”, y un largo etcétera de jóvenes genios.

Aquella noche llegué a la casa teniéndome de las paredes, invité a Africano a quedarse allí. Prometí solemnemente ir en la mañana a trotar con él y a seguir celebrando como en caravana fúnebre su inminente paso a la capital. Le dije que se quedara que le prestaba ropa y seguíamos la bebeta. Cuando desperté él ya no estaba. El sol tenía pinta de mediodía, extrañamente no me dolía la cabeza. Fue después del baño, justo en el momento de afeitarme que empecé a sentirme mal. No era el dolor de la resaca, la cosa era mucho más grave, pues sentía la nausea del que siempre pierde.

Amaneció haciendo frío, esto me viene bien, al menos justifico el saco y la sudadera que he dejado por no tener ganas de cambiarme. El incendio no ha parado, al contrario, las llamas siguen devorando cuadras. A pesar de no comer sino papa, la barriga me ha crecido casi hasta las rodillas. Además no hago nada, antes no hacía mayor cosa pero al menos iba a la universidad y allí subía y bajaba escaleras. Si el mundo no se acabara mañana lo más seguro es que terminaría mis días en un hogar para ancianos, chorreando baba y acariciándome la barriga que sería de proporciones elefantiásicas. El futuro es próspero dentro de poco moriré, ojalá que no me de por llamar a Dios cuando los edificios comiencen a caer.

En una revista de variedades dicen que las papas crudas son muy buenas para el colesterol y los triglicéridos. Yo de medicina sé más bien poco, lo que sí sé es que las encías me han empezado a sangrar por tener que masticarlas así. Siempre duele, sobre todo al primer mordisco. Todo lo que muerdo lo dejo manchado de sangre.
Al primer carro que pase por la autopista me voy con él. Ojalá lo maneje una mujer y que esté casi desnuda. Si me dice ¿A dónde vas? Le contestaré A donde quieras. Sé que no es buena hora para las erecciones pero acá estoy mujer, en el puesto que alguna vez ocupó tu amante, dispuesto a que me lleves al placer de morir cien veces. Ella no ofrecerá mayor resistencia, sobre todo en el momento que mi mano cruce el límite de la ingle, allí me dirá: Oye, soy Susana, la de los quince polvos en la cama. Así que sos Susana, ya había oído hablar de vos, y me morderá el lóbulo después de decirme Métemelo.

La autopista permanece vacía, ahora serán las nueve. La papa cruda se ha cansado de engañar el hambre, quiero carne, mucha carne. Antes de metérselo le pediré a Susana que me dé comida, que si quiere que la parta en dos tendrá que darme carne y un cigarrillo prendido.

Desde acá se veía hasta Ruitoque, ahora no se ve nada. Las montañas se han corrido, le hacen calle de honor al terremoto. Yo le unto la miel en los pezones, ella con su lengua larga le pide que le eche babas justo en el sitio donde tengo que metérselo.

Las manos se me quedan quietas, ya inútiles vuelven a ocupar su puesto, sosteniéndome en la baranda del balcón. ¿Cómo será mi reflejo en el espejo? ¿Será que la muerte ha ejercido algún vestigio sobre mi rostro? La muerte está a un solo día; conmigo morirá el mundo, debe ser terrible ya no estar más acá, si no es acá ¿entonces en dónde? Por primera vez me siento vivo y con miedo de que todo esto se acabe. Ojalá se detuviera todo movimiento menos mi mente. Si fuese no moverme más, si la muerte sólo fuese la negación del movimiento, pero desde mi precaria condición de condenado puedo notar ya la oscuridad del no ser y viene el abismo sin fondo, donde el golpetazo nunca llega y sólo se podrá pensar en lo que no viene, en el tiro de gracia que es mi cara contra el piso.

A la semana de haberla visto la empresa de lácteos terminó de adueñarse completamente de la universidad, por consiguiente yo me quedé sin nada qué hacer. Así que con todo el tiempo a mi disposición empecé a idear proyectos para olvidarme de mis infortunios, intenté primero, hacer una novela, pero el tortuoso recuerdo de Fernanda no me dejó enfocar. Lo que más admiro de los escritores es que pueden transformar sus reveses en victorias, que a pesar del hambre y el desengaño pueden trabajar; yo necesito de mucho amor, muchas caricias y es por eso que no soy un escritor, ni nada; sólo un hombre solo que llora porque los otros se han ido. Fui incapaz de transformar su desprecio en un arma; no tenía nada qué decirle al mundo.

El no poder escribir hizo que me convirtiera en el embrión que soy ahora; una especie de vegetal gigante y monstruoso que se pasaba las horas comiendo y mirando el cielo sin nubes. Me empecé a sentir mal cuando quise buscar a los compañeros de clase y descubrí que todos se habían ido al Alfonso López. No leía ni veía cine, mi única distracción era masturbarme para que las tardes no se pasaran tan lentas. Los viaductos estaban abajo, por eso no me iba, el aeropuerto se la pasaba lleno y nadie en mi ciudad me reclamaba. Lo que hacía era recorrer día y noche la ciudad hasta cansarme y después llegar a la casa y echarme un pajazo. De cuando en cuando me sentaba en una banquita a ver pasar los carros, los pocos transeúntes se detenían a verme bostezar, me miraban con tristeza y se susurraban unos a otros: “qué pecado, lo que es no tener Dios”. Muchos creyeron que tenía hambre, así que me dejaban moneditas a mi lado. Al principio esto hirió mi honor y entonces las tiraba en la cañería, pero después empecé a ver las conveniencias del negocio, así que envolví en una media mi orgullo y decidí ser un mendigo.
Dejé de bañarme y me iba bien temprano a la banquita. La gente empezó a acostumbrarse a ver mi roñosa figura todos los días allí. Cuando los buses dejaban de pasar era la señal de que ya debía volver a casa, no sin antes comprar cosas para comer en las escasas tiendas que aún no habían cerrado. Era la única persona en la ciudad que todavía tenía eso que los del Estadio despreciaban tanto y era la ambición. Aprendí a manejar la pataecabra y con ella abrí más de una puerta; todos los supermercados para mi, llegaba hasta la casa con un carro de mercar lleno de helados derretidos y papas fritas viejas pero que sacaba gratis y que aprendí a comer con gusto. El viejo gusto de niño de quedarme invisible y entrar en un sitio y robarlo todo se me cumplía. Que oraran por mí todos los que estaban encerrados esperando la muerte.

Fueron dos meses de relativa calma, pero como perder era mi sino, un día me encontré con un ex compañero de universidad. Lo vi de lejos cuando se acercaba a echarme una moneda, no me había reconocido hasta que se acercó tanto que yo no tuve necesidad de levantar la cara para saber que él estaba allí.
– ¿Pero qué tenemos acá? Si no es nada más ni nada menos que el compañero indescriptible, rutilante promesa de la nueva historiografía colombiana.
–Perdón señor, pero usted me está confundiendo.
–Nada de eso mi don, nada de eso, así se haya dejado la barba y el pelo largo, su joroba lo delata. Ya lo decía yo, que con ese ritmo de vida no podía llevarlo a nada bueno, y vea, caído en la inopia, en lo más profundo del fango de la desgracia.
Jaime Uzuga siempre se había caracterizado por su impertinencia. Aunque pareciera nunca lo hacía apropósito, era algo que le pertenecía, que hacía parte de su ser. Muchas veces llamó a las autoridades delatando a compañeros que se habían ido a la insurgencia, créanme que no lo hacía por la plata sino por buscar una especie de notoriedad, por aparecer en listas de algo, así fuera en la de los ciudadanos que hacían la buena acción del día. Sabía que era pelea perdida llevarle la contraria, reconocí efectivamente que era yo, pero que eso sí, que no fuera a creer que yo estaba así por culpa de los vicios.
–Lo hago por hobby Jaimito.
–Mal hecho, muuuuy mal hecho –decía eso mientras sacudía la cabeza– ha cometido un pecado muy pero muy grave, ¿es que no sabe que engañar a la gente ofende mucho a Fuad?
Le dije que no me importaba que me importaba un culo lo que dijera el profeta de pueblo ese.
–Grave mi hermano, muuuuy grave, ¿es que ignoras villano que la ciudad será destruida por un terremoto dentro de nueve meses, una semana y dos días?
–Eso es lo que anda diciendo el demagogo de mierda ese.
– ¿Demagogo de mierda dice? – y se rascaba la cabeza como un mono que no entiende que un banano tiene un principio y un fin–. ¿Demagogo de mierda llamas al filósofo y científico más grande que ha dado la tierra después del gran Salomón? Oh, tu boca se llenará de estiércol por lo que acabas de decir, las pailas del infierno serán sólo el comienzo para ti, inveterado pecador.
– ¿Y desde cuándo tuteando y tan santico, mi querido Jaimito? Vaya con su jerga a otra parte, he tenido suficiente en estos días como para tener que escuchar su jeringonza.

Dijo dos o tres palabras antes de arrancarse los pelos y rasgarse la camiseta, dijo entre otras cosas que me iba a denunciar y que la Virgen del Perpetuo Socorro me atravesaría el cuerpo con el trincho del diablo. Se fue escupiendo sangre y con un dolor infernal en la boca ya que por dos insultos casi onomatopéyicos se había mordido la boca.

Desde ese día la gente no me volvió a dar monedas, al contrario, muchos me gritaban cosas demostrándome que ellos sí querían a Fuad y que yo no era más que un hereje. Creyendo que el empleo me iba a durar, le dije en una carta a mi abuelo que no me mandara más plata y vean pues que ahí estaba yo, sin un peso, sucio y harapiento, como un verdadero mendigo con la diferencia de que ellos si pueden pedir plata, pero yo no. Ni modo volverle a escribir al abuelo diciéndole que me vuelva a mandar plata, me lo imaginaba en su cama con los ojos eternamente abiertos contando billetes y llenándose la boca de babas. Mi abuelo tenía más de noventa años pero los años se estrellaban contra su humanidad, siempre alto y fuerte como si la gracia de la naturaleza se hubiera centrado sobre él quitándonos todo a nosotros que éramos bajitos y feos. Construyó tres edificios y en vez de dárselos a los hijos se los escrituró a una modelito sesenta años menor que él. Lo peor es que estoy seguro que la modelito lo ama y él la debe hacer gemir duro y ella le debe pedir que la golpee y él feliz le dará palmadas en las nalgas y se vendrá sobre sus tetas. ¿Y si lo llamo para preguntarle por Fuad? No, mejor me quedo quieto y no le digo nada.

Esa noche dormí en otro parque. Francamente me dio pereza irme a la casa. Dormí superficialmente y entrecortado. Entre todos los sueños soñé que estaba en una sala inmensa y blanca. Yo escribía sobre una mesa de marfil, las patas de ella eran dos bocas de leones. De niño me daban mucho miedo las patas que terminasen así. Siempre las creí una ventana hacía otro lado. El leve golpetear de mi pluma sobre los pergaminos era el único ruido que se dejaba oír en la sala. Escribía en unos pergaminos antiguos y que en los bordes se dejaba ver un leve vestigio de un pasado incendio. En el aire un susurro hacía su pequeña caminata. Al principio creí escuchar el viento, pero cuando todo mi cuerpo trató de escrutar qué era lo que el silencio decía pude escuchar con claridad mi nombre. Con la cabeza miré a todos lados, la pluma cayó sobre los pergaminos como si mi muñeca estuviera muerta. De un oscuro rincón de la sala identifiqué que salía el tenebroso susurro de mi nombre. Allí me precipité como un loco; la puerta de un sótano estaba ante mí. Con las manos la abrí, no conocía esa parte de la casa ni sabía que tuviera uno. Bajé los escalones contando los pasos, el llamado no se había ido, sonaba estremecedor. Con unos fósforos encendí mi lámpara; en el sótano se escondían una cantidad incalculable de libros. Sabía con sólo echar un vistazo que todos los libros que había escrito el hombre estaban en este lugar; el techo, el mismo techo se revestía de nombres legendarios, todos con encuadernaciones de cuero. Pude leer los más preciosos nombres, una mano en el sueño puso una escoba a mi lado, detrás del techo estaba el sonido. Con ansiedad de ahogado comencé a meter el palo en él, los libros iban cayendo y una vez llegaban al suelo sonaba una explosión, uno a uno iban cayendo y yo ignoraba la verdad, ya que todo mi ser estaba concentrado en encontrar el origen de mi nombre, ignoraba que la explosión que causaba el caer de los libros se debía a que una vez llegaban al suelo se transformaban en furiosas ratas. Como un tren que demora en pararse yo seguía por pura inercia derribando los volúmenes. Lo último que supe antes de despertar era que las ratas devoraban en pequeños mordiscos mi propia carne.

La cara de Jaime fue lo primero que vi al abrir los ojos. Al contrario de la otra tarde llevaba una túnica blanca y la cara recién afeitada. Muy cortésmente me ofreció su mano para levantarme. Abrazándome con sus brazos lánguidos me pidió disculpas
–Aunque eso sí, debes reconocer que tú mismo has sido el causante de mi desgracia –decía Uzuga mientras de sus ojos salían lágrimas tan grandes como bombillos, con un dedo el bueno de Uzuga se ayudaba a sorber los mocos–, sé que tienes hambre, que no tienes a dónde ir, que el manto de la desgracia se ha cernido contra ti, pero como en la viña del señor todos entran, he aquí mi mano en representación del Santo Señor. Olvidemos todos, compañero indescriptible, sígueme que en el reino de Fuad encontrarás todo lo que necesites. ¡No, no me digas que mendigas por hobby! –me advirtió con una mano pero yo no iba a decir nada, sólo abrí la boca para bostezar–. Sé de tu orgullo. Sígueme y serás redimido.

Cuando veía películas de guerra imaginaba que yo sería uno de esos hombres estoicos que prefieren morir en la tortura antes que revelar un nombre. Pero tuvo que venir la adversidad sobre este cielo para descubrir que a mí me podían comprar fácilmente. Ahí estaba yo, queridos amigos, caminando detrás de él, siguiéndolo como un perro detrás de un hueso. Resignado ante el hambre vendería mi pellejo por un mendrugo de pan. Alguna vez creí que en la soledad de los libros encontraría la sabiduría, pero los libros sólo eran ratas que me consumían y a mí lo único que me importa es comer.

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Biobibliografía

Iván Gallo Sanabria nació en el año 1979 en la ciudad de Cúcuta - Colombia. Es historiador de la Universidad Industrial de Santander. Ha sido columnista y cuentista en diferentes diarios; crítico de cine en revistas especializadas en cine y creador de espacios para difundir el cine en televisión, radio y cine-clubes. Es autor de las novelas inéditas “Las once mil Vírgenes” y “Las naves ardiendo”, así como el libro de críticas de cine llamado “Los Consagrados”. Asimismo se ha desempeñado como docente de Literatura e Historia del Cine en diferentes universidades de Colombia, y como gestor del cine a través de cine clubes, televisión y radio en varias ciudades colombianas. Actualmente reside en Buenos Aires, Argentina, donde se desempeña como docente y escribe nuevos proyectos.