"a Juliana. Por haberme devuelto la fe"

Segunda Parte

Según el sol vuelve a ser mediodía. Hará calor, mucho calor, casi un infierno que se ha multiplicado por el viento y ahora ya está a dos manzanas de acá. Entre sueños he podido escuchar una canción, pero una vez despierto me doy cuenta de que son las flamas moviendo sus manos. Han desaparecido tres papas de mi bolsa. No pude haber contado mal, las papas fueron sacadas de allí. Ahora veo a una rata llevar en la boca un pedazo de papa. Ha aprovechado mi sueño para curarse el hambre. Tiene derecho la pobre rata. No me van a hacer falta las papas. Cuatro papas serán suficientes para mañana. El viento sigue soplando y no hay cometas sólo el fuego que extiende sus tentáculos como un inmenso pulpo. Ya no se ven los puentes peatonales, sólo el humo y las cenizas escurriéndose en el viento.

Uno nunca va, uno es siempre llevado. Es inútil seguir creyendo en la libertad y en todos esos legados que dejó la Revolución Francesa. La necesidad es nuestra única libertad, somos libres en la medida en que no necesitamos. Fui llevado por Jaime y mi necesidad imperiosa de comer en el Alfonso López. Durante el camino vi que el viento arrancaba como un niño furioso las hojas de los árboles. Mis manos no estaban atadas, pero sentía en la mansedumbre de Uzuga un revólver que me apuntaba en la sien. Cuesta mucho deberle a alguien; eso es una bala rompiendo la piel, una forma de morir. El cruce del Mesón no presentaba mayores problemas de tráfico, fue la primera vez que pasé sin azorarme lentamente, sin mirar para atrás. Allí se unían la Quebradaseca y la 27. No había árboles lo cual convertía esa parte de la ciudad en un clásico paisaje metropolitano. Pero las metrópolis en el tercer mundo sólo son de cartón. No había un intercambiador sólo un choque abrupto de vías. La gente de Fuad se había adueñado de todo San Francisco, los que habían llegado en las últimas semanas no habían podido entrar al estadio se arremolinaban en las afueras haciendo las famosas ollas comunitarias que eran sancochos callejeros en las esquinas. Según Uzuga, Fuad les proporcionaba la leña y las túnicas que llevaban puestas. Le pregunté si había algún problema de que yo entrara de una vez, ya que la gente (eran miles los que se aglomeraban en las afueras esperando la oportunidad para entrar) me miraba raro, como si entrara a quitarles un puesto.
–La verdad, Uzuga, a mí me da cagada entrar así no más, sin haber esperado ni nada.
Pero Uzuga hizo un gesto con la mano, como quien dice fresco m’hijo que acá también hay jerarquías.
Así que entramos al estadio-templo sin ningún inconveniente. Donde alguna vez estaba la cancha ahora estaba un conjunto de casas improvisadas de plástico y metal tendidas tan ordenadamente que parecía un damero. Todos los cambuches los había proporcionado la Virgen del Perpetuo Socorro por intermedio de Fuad. Las gradas estaban atestadas de gente, había un susurro, como una especie de ruido perpetuo, los más bulliciosos eran los universitarios que habían cambiado las canciones de Silvio Rodríguez por Magnificats y Hosannas. La gente fue saliendo poco a poco de sus cambuches, oliendo carne nueva se acercaron a mí y me tocaron en una mezcla de pavor y asco. Uzuga me presentó como un hermano más.
–Este hombre que ustedes ven acá, andrajoso y vuelto añicos, será de ahora en adelante un hermano más en la congregación.
–Mucho gusto, como están, un placer, maravilloso lugar, muy bonitos les quedó el templo. –Los hombres que tenía alrededor me expurgaban con los ojos tratando de ver los piojos del alma. Me deshice en elogios, les recordaba lo valioso que era para este mundo sucio, un levantamiento como el que ellos llevaban a cabo–, ustedes son los paladines del bien, los resucitadores de la palabra de Dios. –No sé que más les decía, pero no veía comida por ninguna parte, sólo gente amontonada y ojos, cientos de ojos escrutándome. El que tenía la túnica más sucia habló sin presentarse.
–Sé que vienes por pan –me dijo sin mirarme, concentrado en algún oscuro punto del piso.
–Ah, no, ¿cómo se le ocurre? Vine porque me cansé de la lujuria, de las infidelidades del hombre, además creo que nunca es tarde para entregarse fervorosamente a Dios.
–Los testigos de Jehová, querido amigo –todavía no me decían hermano–, son los que se entregan a Dios como quien se bota de cabeza a una piscina desocupada, nosotros nos entregamos a Fuad.
–Por eso, ustedes me malinterpretan, es que para mi Fuad es Dios.
–Fuad es Fuad, no hay fuerza que se le compare. Además amigo mío, no pensabas así hace dos días. Sabemos todos los de la congregación, la discusión que tuviste con el hermano Uzuga; sin embargo no sudes más, tienes razón, nunca es tarde para entregarse al maestro.

La espalda fue lo último que vi de ellos, a quienes no les importaba que yo tuviera que tragarme mi orgullo. La vida vale un pedazo de pan. Uzuga volvió del tumulto que se alejaba como una ola. Me miró con sus ojos hundidos de mártir.
–Todavía no estás perdonado, la última palabra la tiene Fuad.
Al invocar el nombre la gente volvió la cara al púlpito donde Fuad apareció con su túnica blanca y el rostro pálido, como una aparición vieja y gastada, de esas que abundan en las casas coloniales. Donde estábamos sólo podíamos verlo borrosamente y además su voz se escuchaba a jirones, había que concentrarse para escucharlo. Los de la congregación ya habían educado el oído de tal forma que le entendían todo, así cantaban canciones y proclamaban hosannas al aire, incluso los de la tribuna Sur que eran los que más lejos estaban también lo hacían. Le preguntaba a Uzuga que era lo que decía para provocar todo ese delirio.
–Va a sacrificar a dos universitarios
– ¿Cómo así?
–Es un ritual que ellos mismos implantaron cada quince días, escogen a los que mejor se porten y ellos pasan a mejor vida, ya canonizados y todo, por obra y gracia del puñal fuadiano.

Empujando logré abrirme paso a un lugar más visible, eran dos jóvenes de veinte años. Desde donde estaba se les podía ver el desespero, ambos se miraban atónitos como preguntándose por qué estaban tan blancos. La piel se les había vuelto translúcida y se les podía ver el corazón bombearles sangre por las venas, eran como dos seres de luz. Fuad mostró el cuchillo a la multitud que retrocedió espantada; “Es la daga de Cristo” decía un hombre desdentado “Con ella purifica a los hombres y hace milagros”. Los jóvenes empezaron a sollozar espantados y Fuad fue hasta ellos, se les acercó al oído y les dijo algo que ninguno de los presentes pudo escuchar. Les acarició el pelo y los bendijo
–Los está preparando para la vida eterna, ¡qué envidia viajar hasta el cielo de la mano de Fuad! –gritaba con sus ojos salientes el señor desdentado.
– ¡Pero los va a matar sin confesión! –le respondí.
– ¿Cuál confesión imbécil? Fuad ha roto todos los concilios vaticanos produciendo un gran cisma dentro de la Iglesia; los sacramentos no existen y hoy en día la única muerte que garantiza la vida eterna es la que Fuad nos puede dar.

Vi cómo los dos jóvenes alzaron su mirada al cielo y gritaron de emoción; con las manos Fuad les iba diciendo que subieran sus alabanzas, que ya pronto llegarían al cielo, en medio de los gritos y cuando más contentos estaban, de un solo tajo les cortó sus cabezas como si pertenecieran a un mismo cuerpo. Inmediatamente Fuad se embadurnó el cuerpo con la sangre de los jóvenes. Los niños ayudaron a desvestirlos y Fuad comenzó a hablar en lenguas antiguas. Recogía poco a poco lo que salía de sus almas, así podría ver el futuro. La Virgen del Perpetuo Socorro le había otorgado el don de la clarividencia.

Uzuga corrió hasta mí, pudo leer en mi rostro el inmenso asco que sentía hacía esos procedimientos arcaicos. Fuad debería estar preso y no en un altar, pensaba yo sin saber que en tan sólo unas horas sería el más creyente de sus seguidores.
– ¿Por qué pones esa cara Compañero indescriptible? Ésta es la única forma de saber lo que nos va a pasar.
– ¿Pero es que no tienen suficiente con saber que dentro de ocho meses no quedará piedra sobre piedra en la ciudad de la alegría?
–Pues ya nadie más le dirá así a esta ciudad. De ahora en adelante será la ciudad de la fe, juntos cruzaremos la cordillera en una migración que no se veía desde los tiempos de Moisés. Morirán los que no creen, nosotros nos salvaremos hombre de poca fe. Ibas a morir pero afortunadamente me encontraste, si obtienes el perdón de Fuad tu vida no será tocada.

Un silencio que pesaba cerró el diálogo de Uzuga. Las palabras de Fuad se fueron mezclando en el gentío hasta llegar a mí. Fuad reveló al público –Jaime me traducía ya que el profeta hablaba una rara mezcla entre castellano, arameo y la primera lengua de los chibchas– que según el oráculo, el otro punto a tocar (o sea el que seguía) sería el del perdón al desgraciado (o sea yo) y que ustedes querido público (o sea ellos) tendrían la obligación de elegir si se “va con nosotros o si muere como una sucia e infecta rata de alcantarilla”.

Con un dedo Fuad indicó que debía subir a la plataforma. Súbitamente y por primera vez en mi vida me convertí en el centro de atracción de toda una multitud. Con muchas dificultades logré subirme a la plataforma que servía de púlpito. Dos monaguillos me ayudaron a subir. Desde arriba se veía la masa como un solo hombre, la gente pierde humanidad cuando está abajo. Pensé en Caligula, que Roma sea una sola cabeza para decapitarla de un solo tajo. Los hombres perfectamente podrían ser colillas regadas u hormigas. La sangre se me subió al rostro, me ardía como si un puñado de avispas viniera a azotarme. A mi lado estaba Fuad y su corte de veinticuatro niños, ninguno pasaba de los diez años. Todos tenían caras muy bonitas, aunque sus sonrisas parecían rotos hechos por navajas. Fuad ya no parecía el borracho que en las tardes recorría los bares de la ciudad. Al contrario, se había cortado la barba y el pelo y esto le daba un toque de magnificencia; el tumor había desaparecido y sólo le faltaba el mostacho para parecerse a Jorge Negrete. Los niños debían ser sus ángeles. Imaginaba a Dios al principio de los tiempos, cómodamente sentado en su cetro, rodeado de ángeles asexuados y carilindos, día tras día el cielo se convertía en una orgía donde el padre se regodeaba con esos anos virginales. Todo era felicidad hasta que nació el ángel más hermoso de todos, me refiero, claro está, a Luzbel. Éste (que no tuvo necesidad de crecer ya que era eterno) se fue dando cuenta de la infamia y cuando Dios lo quiso pasar por su sable el hombre se rebeló, desafió a Dios a un duelo que ganó y expulsó al malvado tirano del paraíso. Desde ese momento el diablo maneja los hilos del mundo y es el padre celestial el que causa todo el mal desde su oscura e infecta guarida. Yo no tenía las condiciones para ser Luzbel. Primero no era bello, tampoco poderoso. Era simplemente un hombre más que, en el preciso momento de ser ajusticiado, se convertía en el centro de atención de una gran masa.

Los niños se hicieron alrededor mío pidiéndome comedidamente que me quitara la ropa en el acto. Yo, muy amablemente, les di mis razones de por qué no podía hacerlo. Ellos, mostrando un gran pesar, fueron hasta donde su Señor. Mientras dialogaban aproveché para quitarme un pedacito de uña del dedo más grande, que había estado molestándome desde el amanecer. Lamentablemente no pude concluir la labor, pues en menos de un minuto sus rostros imberbes me volvieron a rodear. Ya sus sonrisas de mueca se habían borrado y sin dar razones rasgaron mi ropa. Allí estaba yo, con el pipi chiquito y la boca semiabierta, escudando mis desvergüenzas en la contemplación de una nube. Sentí como un peso la mirada de Fuad, yo no había detallado bien el color de sus ojos, o mejor, la ausencia de color en sus ojos, como si Cristo los hubiera hurgado con sus dedos, quitándoles la vida que algún día tuvieron y dejando en su lugar la desolación que sólo puede tener la eternidad. Esto hacía que su mirada tuviera una fuerza tal que me hizo pensar en que sí era cierto el cuento ese de que había desnucado a dos hombres con tan sólo mirarlos y que también tenía la fuerza para hacer milagros. Se fue levantando poco a poco, como quien mide la distancia que hay de él al cielo y, señalándome, le preguntó al público si “¿este ser que está a mi lado; este mismo que ahora se tapa sus desnudeces con la pobreza de su puño; este mismo que se atrevió a burlarse de mí, el Gran Señor de señores y de mi Congregación, que ha sido la única elegida desde el pueblo de Israel; este mismo rufián tiene derecho a ser perdonado y seguir viviendo?”.

En medio del aturdimiento, sus palabras me llegaban sueltas, con gran esfuerzo pude hilarlas, entendiendo –eso sí a medias– que no merecía la más mínima clemencia. Desde el público salía un rumor parecido al que se produce antes de los grandes terremotos.

–Pero teniendo en cuenta que fui tocado por la naturaleza con la capacidad de la comprensión, puedo pasar por encima de ustedes y darle a... a este ser andrajoso y miserable el tan ansiado perdón convirtiéndolos, señoras y señores, en un hermano más de nuestra congregación.

La gente aplaudió, bramó y lanzó odas a Fuad. Lo mismo hubiese pasado si la sentencia fuera otra. Las decisiones que tomaba Fuad estaban bien per se, no se discutían ya que él siempre tenía la verdad. El ruido fue tan atronador como un gol, las palabras de Fuad se vieron aplastadas aunque no había terminado.

–Silencio, por favor, que aún no he terminado de dar el dictamen. –y a un movimiento de su mano la masa se calló inmediatamente, como si tuviera una sola boca – Le otorgo el perdón con una condición irrefutable, él debe matar –señalándome con su dedo poderoso– a uno de esos viles que trataron de huir de la ciudad sin pensar en sus hermanos, los que hoy tienen la fortuna de compartir conmigo el gran banquete del señor.
Siguió hablando de lo grande que era él, de lo maravilloso que era para el mundo contar con su presencia, que Dios se haya dignado a acordarse de sus hijos, tan solos que estaban, tan llenos de maldad. Que entonces había llegado él, elegido por la Virgen del Perpetuo Socorro para seguir con los designios que alguna vez cumplieron los primeros profetas.

En el fondo no podía dejar de agradecerle el hecho de que me dejara vivir, aunque si tuviera la capacidad de elegir jamás habría aceptado esa condición. Ser mártir no es sólo cuestión de vocación, también hay que tener talento. Por ese entonces carecía de eso, ahora después de todo lo que ha pasado y pasará puedo decir con propiedad que en este momento lo tengo. He pasado las pruebas más duras, vencido los temores más arraigados; afuera la ciudad se consume y estoy solo, yo que tanto miedo le tuve a la soledad. Las pocas ratas que han sobrevivido al incendio han venido hasta mi casa buscando el último refugio, ya no me da tanto pavor verlas, como un santo comparto cada papa que tengo con ellas, voy dándoles en sus boquitas los pedazos que corto y yo sé que ellas me lo agradecen. Pero todo eso ya no vale, ya el juicio tiene un dictamen y ya sea ahora o en el infierno las llamas consumirán mi cuerpo.

Fui llevado por uno de los ángeles a los camerinos, que servían ahora de celdas donde eran confinados todos los que trataban de desviar los designios del Gran Señor. El niño agarró una antorcha y me fue llevando a la celda. El camino estaba lleno de antorchas que iluminaban malamente las escaleras. No creí que los camerinos estuvieran tan debajo de la superficie. El niño no me habló, simplemente me abrió la puerta y con el dedo dijo, “para adentro”.

En el camerino de los visitantes estaba yo confinado y aburrido. Desde mi celda escuchaba el lamento de los que estaban encerrados. En ningún momento perdí la calma, para matar el tiempo hacía bombitas de saliva con la boca y me masturbaba constantemente por una profesora que tuve en la primaria y ahora, justamente, me volvía aparecer en la mente. Este entretenimiento fue clausurado de tajo cuando la comida comenzó a escasear. Lo único que recibía al día era un plato de garbanzos en leche; en honor a la verdad (que tampoco contó, ni cuenta) estaban muy bien preparados pero no reunían las condiciones necesarias para tan extenuante labor. Sabía que no podía pasar mucho tiempo. La celda la encontraba cómoda, solamente le faltaba un libro o un televisor. Uno de los que estaban encerrados había perdido la cordura y gritaba que pronto cientos de ángeles del infierno subirían hasta la tierra armados de llaves mágicas, vendrían hasta la celda y lo rescatarían; después despedazarían a Fuad con los dientes y le mostrarían a la multitud el camino a la tierra prometida. Supe entonces que allí no solamente estaban confinados los que no creían en el fin de la ciudad sino también los que creían tener otra solución para el gran terremoto.

Mientras estuve en el camerino la imagen de Fernanda se me fue borrando y no la recordé hasta ayer, cuando pensé “nadie contempla este cielo”. Esto agravó mi situación pues me quedé sin tener en qué pensar. Es sorprendente que teniendo todo el tiempo para mí estuve incapacitado para poder hilvanar algún recuerdo. “Fernand Braudel era un historiador francés que cuando estuvo preso en la segunda guerra mundial pudo redactar en la prisión la vasta obra llamada El Mediterráneo, pionera en lo que después se llamaría la Historia de larga duración”, pensaba en eso, pero Braudel era un genio y yo sólo era un pajizo encarcelado y solo, sin nada qué decirle al mundo.

No puedo decir cuánto tiempo estuve allí, lo que sí sé es que un cambio se había operado en mí durante el encierro. Un niño abrió la puerta dejando entrar luz. Los ojos no se hirieron, yo ya no pertenecía a este mundo. El hermoso niño me lavó la cara con estropajo y limó mis uñas con tramontina. Antes de sacarme enderezó mi espalda. El túnel que llevaba a la cancha estaba, como ya había dicho, iluminado con antorchas. Tampoco hablé nada con el niño, ni siquiera lo miré, supe sólo de su túnica y el hermoso rostro que traía. Además daba igual, si no era él sería otro. Todos eran instrumentos en las manos de Fuad. Salí directo al púlpito, la noche estaba cargada de lluvia, a los fieles parecía no importarles. Allí estaban, iluminándose el rostro con encendedores. Fuad dijo cosas que no entendí. Es chistoso, que yo, uno de los pocos que amó a Fuad sin esperar nada a cambio (porque es la verdad, yo amé sin restricciones al maestro), nunca le haya entendido mayor cosa de lo que decía. Pero esto no fue problema, ya que el niño tradujo sus palabras. Ahora se acercaba el momento de cumplir con mi tarea, tenía que matar al traidor que quería irse de la ciudad sin la aprobación del único.

Como a un muñeco me fueron agregando cosas, la túnica me la volvieron a arrancar para poner sobre mis hombros una capa que olía a mortecino de lo puro sucia que estaba. No vomité en el momento ya que allí, donde estaba, mis sentidos estaban centrados en ver quién era la víctima, además estar ante un estadio abarrotado me hacía sentir especial, como si cumpliera un sueño tenido por todos, el de ser una estrella de rock o un gran político. El olor me viene ahora en el último día de la ciudad, ahora cuando Fuad escucha eternamente Esa maldita pared, que separa tu vida y la mía y el disco gira en una eterna peonza y su cara mira el cielo, donde las aves de presa hacen círculos negros en honor a él.
Cuando tuve el puñal en mis manos sabía de mi responsabilidad ante la gente. Yo era la estrella y tenía que dar el espectáculo, además si Fuad tenía a toda esa gente a su disposición era porque el tipo tenía talento. Si algo me ha enseñado la historia es que no cualquiera llena estadios. De un momento a otro quise sentir el fervor fuadiano, ese que sentía Uzuga y todos los de abajo que pedían sangre. Tenía que cumplir mi tarea, matar al traidor que quería escapar sin la aprobación del Único. En un saco de arroz traían al delincuente yo tenía los ojos cerrados cuando lo destaparon; alguien, cogiéndome de la muñeca, llevó la hoja del puñal hasta la garganta del ajusticiado; abrí los ojos y sentí, como si el puñal fuese una extensión del brazo, las pulsaciones en la yugular de Africano que sin mucho dolor cayó en el acto revolcándose por puro reflejo, como las colas de las lagartijas una vez separadas. La estocada no fue tan certera que digamos ya que lo que creí yugular era sólo otra región del cuello donde el pobre hombre desahogaba su terror. En un nervio le di, y el pobre Africano tuvo que aguantar quince estocadas más pero nada, ya no gritaba sólo me miraba como rogándome que terminara ya con él y su puta vida llena de errores, de esperanzas inútiles, de vaguedad y nihilismo. Africano fue por mucho tiempo yo y viceversa, ambos metidos en el saco de la inacción, condenados a vivir en la provincia y a desear mujeres ajenas e inalcanzables. Con cada estocada me mataba a mí mismo.
Africano siempre le tuvo miedo a la muerte. Decía que dormía con la luz prendida por miedo a levantarse y no poderse despertar. “La muerte es el fin, es la oscuridad total”. Decía que quería morir de viejo, una muerte lenta que lo fuera preparando para ese mundo de tinieblas. Como Kant, creía que la vida de un escritor empezaba a los sesenta años cuando las ganas de follar se le fueran a uno del cuerpo. Es muy difícil escribir con la verga parada, por eso le impresionaba tanto el tesón de Vargas Llosa; creía que podía llegar a esa disciplina cuando los fantasmas de la carne se le fueran del cuerpo. No sé si en alguna parte haya dejado algo escrito, decía que había escrito tres novelas y todas las había quemado. Me le reía en la cara, le decía que estaba usando la misma excusa de Sábato, él se emputaba y me echaba el trago en la cara amenazándome con el dedo: “Nunca más me vuelva a comparar con ese imbécil”, y explayaba en tres horas el odio visceral que sentía hacia el escritor de Santos lugares, odio que por supuesto yo compartía. Ahora que el alma de Africano se iba de este mundo, ahora más que nunca iba a ser un misterio saber si dijo o no la verdad.

Debido a mi torpeza tardó tres horas en morir. Apenas lo hizo, los espectadores que recibían los primeros rayos del sol se pararon para aplaudirme. Estuve a punto de agachar la cabeza en señal de agradecimiento, pero me contuve al ver la cabeza de Africano ladeada y a punto de desprenderse del cuerpo. Entonces sentí nauseas, unas ganas indecibles de vomitar, sentía que la cara se me llenaba de un verdor bilioso, hasta que Fuad agarró mi cabeza y la estrechó en su seno. Él mismo me vistió y limpió las heridas de mi alma, fue el que besó mis yagas y recogió mi pelo en una bamba. El sol azotaba con furia a las seis de la mañana, era un día menos en el largo peregrinar del fin del mundo, pero era mi primera mañana en la congregación. Fuad mandó a matar una cabra, que comimos con fruición. Pedí permiso a Fuad para ir a dormir ya que eran muchas las noches en vela y ya los ojos se me cerraban; además tenía que tener fuerzas para la homilía que era en la madrugada. Uzuga me prestó su cambuche y desde ese día dormí con él. Apenas puse mi cabeza en el piso quedé profundamente dormido sin pensar por un momento en lo mal que lo había pasado Africano justo antes de morir.

La autopista no se inmuta con el incendio. Los árboles sí. Se consumen tan rápido como un cigarrillo en el mar. Al parecer las ratas se cansaron de crepitarse, ahora las que croquean son las cucarachas que suenan como saltapericos en diciembre. Fueron las cucarachas las que acabaron con mis papas. A falta de papas como cucarachas. Un amigo árabe de mi abuelo lo hacía y toda su familia también. En Cúcuta hay mucho árabe que no es de Arabia sino de Turquía. Es que Cúcuta alguna vez fue la frontera más importante de Suramérica porque estaba al lado de un coloso del petróleo. El bolívar estaba a la par del dólar y toda la gente del interior iba a esa ciudad a llevarse los pesos para sus respectivas ciudades. Nadie invirtió en Cúcuta, vino todo el mundo para llevársela a pedazos. Los turcos sí se establecieron para seguir chupando la poca sangre que quedaba. De esa ciudad no quedó nada, todos se vinieron para acá y los pocos que había empezaron a despedazarse entre sí. Es un valle aprisionado de montañas, el ambiente es sofocante, pesado. Todos sudan a la misma hora y nadie es de allá. Es una ciudad de jóvenes y de viejos, se nace y se muere pero se está solo un momento mientras se aprende a caminar. No recuerdo el rostro de mis amigos ni a quién le di el primer beso. A veces le escribía al abuelo preguntándole por qué extraña razón había ido a parar allá pero él nunca respondió. Supongo que fue a Cúcuta por la misma razón que los turcos llegaron un día a vender telas. Me lo imaginó con sus ojos inyectados en sangre, aburrido de ser nadie en ese pueblo asqueroso donde nació. Lo veo juntando sus cosas en una mula y con su recua de hijos cruzar la cordillera hasta llegar al valle. Allí hizo toda la plata que quiso y cuando consiguió otra mujer dejó a sus hijos y volvió a subir la cordillera. No entiendo por qué todavía hay edificios en Cúcuta, no entiendo cómo los cataclismos la han olvidado.

No siento nauseas cuando el caparazón de la cucaracha se revienta en mis dientes, ni cuando sus patitas aún vivas tratan de caminar en mi encía. En la lengua se empieza a escurrir un saborcito como a novocaína que no paraliza la mandíbula pero sí da sueño a la hora. Hago bombitas con la hiel como quien fuma un cigarrillo después de almuerzo. No me paso el brazo por el bigote, al contrario, me proporciona placer sentirme amarillo y grasoso.

Desde acá se siente el calor del incendio. Si saco un poco la cabeza por el balcón y miro de frente las llamas, los ojos empiezan a llorar, miles de vasitos se rompen y no veo nada. Mirar la candela sin pestañear hace que uno se orine y quede allí parado uno todo orinado, pálido y sudoroso, como después de la paja, sin ganas de mirar más.

Uzuga era pajizo, me lo confesó la noche que dormí en su cambuche. Sus ojos se iban achicando más, como si súbitamente se cerraran para siempre y empezó a decir cosas como “no sabe lo que esto me atormenta hermano, pero está fuera de mi alcance manejarlo. Tú no sabes de eso porque tu alma es pura”, el insensato había olvidado que hasta hacía unos días me acusaba de impío y hereje. Claro que si uno aceptaba de una a Fuad empezaba una nueva vida, entonces por ese lado yo sería un niño puro, sin pecado original, ya que él no había comido la manzana prohibida y su nombre se escribía con hilos de oro en el lugar donde todas las almas iban a pastar. “Tú no sabes nada, pero al ponerse el sol, el pene se entiesa, empiezo a pensar en el sacrificio de Abraham y en todas las ovejas bíblicas, o en el mismo Fuad y el eterno amor que le profesa a los hombres, pero de un momento a otro Fuad saca un cuchillo y acribilla a las ovejitas, siempre en mi delirio, lo acompaña una muchedumbre que sólo espera el sacrificio ovino para convertirse en una sola persona, como la trinidad, sólo que con más gente y más voluptuosa. Ella está dispuesta a gozar compañero indescriptible, a gozar con el gran señor. Los calzoncillos se encogen y el pene se multiplica, como hizo con los peces un judío en el desierto; el pene es más grande que mi bata se sale del cuerpo, es inmenso y soberbio como la torre que construyeron en Babel, ¿sabes lo que hicieron con esa torre? Dicen que Dios la destruyó, aunque algunos afirman que se conectaba en el cielo con otra torre, el punto es que es mala la soberbia y peor es el dolor de tener algo tan grande levantado. Me duele, me duele mucho, las güevas se encogen tirando los pelitos. ¿Qué hacer compañero indescriptible? ¿Qué hacer si tú ves que pasa la noche y los ojos no se cierran? ¿Qué hacer si tu propio pene no te deja entrar en alabanza? No queda otro camino que ahogar al miserable, ahorcarlo, apretarlo duro del cuello hasta que muera y bote babaza”.
Todo eso dijo Uzuga justo antes de quedarme dormido. Cuando desperté la luna parecía un sol y recordé como por inercia ese dicho de tierra caliente, cuando hace mucho sol entonces dicen “Uy, ole, ¡qué lunota!”. Lo que a continuación voy a contar pertenece a una oscura región de mi pasado inmediato y fue hecho en una situación extrema. No quiero ser estigmatizado ni después ser echado a un lado, aunque claro, si lo digo, es porque no va a quedar piedra sobre piedra en este lugar y entonces nadie lo va a leer. La muerte nos perdona y nos hace iguales a los ojos de Dios.

El punto es que todos jugaban con sus vergas y eso fue desde la primera noche con luna. Las noches eran largas y asmáticas. Todos se levantaban después de la una y ahí al aire libre escurrían el semen en el pasto. No sé cuantos polvos aguantó esta cancha; yo, el compañero indescriptible, me muerdo el puño para no gritar. No veo mis manos después de masturbarme. Parece que se borran las líneas de tanto frotarlas contra mi verga. Pongo mi mano ante los ojos y no veo las líneas que rigen mi futuro.
–Compañero indescriptible, ¡tráeme la linterna para ver qué queda del porvenir! Susúrrame un poco en el oído así evitaremos las babas al hablar. –Uzuga habla pero no lo veo. Tampoco lo veo aunque ahora me llegan sus palabras como un sonido muerto, como algo que se extinguió hace mucho–. Compañero indescriptible –Uzuga recupera las fuerzas con el sueño–, masturbarse equivale a subir dos pisos por las escaleras sin sudar. Con el sueñito y un pan los ojos no se me caen, la pálida no vendrá.
–Uzuga, de pelado me enseñaron que si uno se pajea le salen pelos en las manos, ¿es eso cierto?
–Aquí todos se masturban, todos excepto Fuad, él al respirar no le queda ningún deseo, nosotros que somos mundo sí. Pero todos somos lampiños, la paja sólo nos cambia las líneas de la mano. Yo iba a ser médico, pero ya ves, uno solito se forja su destino. Ahora visto de bata blanca pero no porque cure hombres, al contrario, trabajo para no serlo, trabajo para cruzar el umbral y dejar mi hombricidad a un lado.

Tanto en ese como en este momento, creía que al progreso no se llegaba onanizando o rezando. Ellos están convencidos que así es y nosotros venimos a ser agentes impíos condenados a la inexperiencia y dicha inexperiencia nos costará el destierro o la muerte.

Uzuga me consolaba de ese miedo y me abrazaba con sus brazos repletos de blanco.
–Los días en el camerino te han redimido, ya no eres más hombre, estás en el umbral, justo en el momento de cruzarlo. Ya no serás más hombre, ahora tú también serás Fuad.

Sin mirar el reloj ni la luna, Uzuga había forjado mi destino. Entre sus brazos sentí la tranquilidad de no pensar, de que otro fabricara mi futuro.
El pasado existe para borrarlo, por eso me entregué sin titubeos a los placeres de las noches de eyaculación manual. Ya no era cuestión mía sino designio de Fuad, que se debe ejecutar sin quitar una coma o una gota de esperma.

La cancha, como todas las canchas, estaba dividida en dos. En la otra mitad estaban las mujeres. También vestían túnicas y se forraban el pubis con unas mantas de cuero que las hacían ver como tamales. Nunca las deseábamos pues con las manos bastaba. Además Fuad había sido explícito: si se pretende la inmortalidad del alma no se deberá tocar a la mujer.

Sin esperma en la cabeza se reza mejor, se piensa un poco más en pan, pero es preferible el trigo convertido en trozo, que la carne transformada en clítoris. No tengo pelos en la cara, mi compañero me los quita, tampoco tengo virtudes pues ellas sólo son del maestro. Los defectos sí son míos porque la carne es débil, ¿y el alma? No tenemos, nadie tiene, en el universo sólo hay una y es la del padre y el padre está encarnado en Fuad.

Pienso en esa época que parece tan lejana pero está muy cerca. Me veo todavía allá, confinado todos los días en el estadio, masturbándonos colectivamente. Las tardes de los lunes sí salíamos a pedir limosna. Todavía había gente que no creía en Fuad ni el terremoto y todavía trataban de seguir sus vidas como si el padre no hubiera llegado. Ellos debían llenarnos de pan si pretendían llenarse de gloria.

En una de esas salidas (que por cierto no fueron muchas) conocí a Maverick, si la memoria no me falla llovía, aunque con estos climas es más seguro decir que llovía y hacía sol. El punto es que él estaba con su apoderado, uno de esos care-puño que a leguas se les ve la hijueputez. Estaban esperando un bus al lado de nosotros, justo antes de que el reloj diera las seis.
– ¡Uzuga, ese niño debe ser Maverick!

El niño apenas sintió su nombre volvió su cara redonda, como una luna, hacia donde estábamos nosotros. Sabía de él pero nunca lo había visto tan cerca. Una vez lo vi en la universidad, en la Gallera si no estoy mal, pero había tanta gente que no pude entrar y de su recuerdo sólo me quedó la voz firme y dura, demasiado dura para ser de un niño. Ahora pude ver lo gordo que se había puesto. Las cosas en el país andaban mal pero para Maverick la recesión y todos los fenómenos económicos no hacían más que alimentarlo. Así que no lo vimos como un rival sino como un hombre chiquito que con su apoderado podrían echarnos una mano. Sus discos se vendían gracias al mito que había podido formar. Apareció en una serie del canal Regional pero un escándalo lo sacó del aire ¿Cómo era posible que el niño siguiera siendo niño después de trece años de estar en la serie? La idea era demoníaca, o Maverick era un enano o le había vendido el alma al diablo. La ciudad era pobre pero en ella no había pecadores. Sabía que ante cualquier caso de extravío –fuera de homosexualidad o de drogadicción– los padres de familia se apresuraban a hacerles lobotomía a sus hijos. Los más acaudalados traían de Estados Unidos las máquinas borra-memorias y le aplicaban ese efectivo método a sus ovejas negras. La ciudad se cubrió de idiotas pero es mejor un imbécil que bote babas todo el día a un pecador. Los pobres sí tenían que resignarse a ver como sus hijos se volvían delincuentes o poetas. Los pobres empezaban a desesperarse hasta que llegó Fuad y sin necesidad alguna de máquina los cogió en su seno y les llenó la cabeza de Dios Padre.

Maverick salió del canal en medio de las protestas del público. Entonces los veíamos los domingos en ciclovía o en cualquier miniteca. Poco a poco la gente se fue cansando de su niñez eterna, de su voz chillona y ya nadie lo volvió a contratar. Con su manager se vio obligado a cantar en los buses. Por cierto, fueron los pioneros en el arte de cantar en los buses.

– ¿Dinero? ¿Ustedes me piden dinero a mí? ¿a mí que, por culpa de ustedes, me tienen a punta de aguapanela y chorizos viejos? –Nos dijo el apoderado andrajoso, el hombre que alguna vez le había disputado la supremacía a Jimmy Salcedo y que ahora por culpa de la televisión por cable y de la supremacía fuadiana se veía relegado a ser un indigente más en esta ciudad semidesierta.
El apoderado ya nos iba a escupir cuando el bus paró. Estábamos detrás de ellos ya que se habían subido primero, Maverick tenía el cuerpo mantecoso, la camisa se le pegaba a la espalda. Le alcancé a notar unas canas y los párpados abultados.

Los cuatro estábamos delante de la caja registradora y los cuatro pasamos sin pagar. No tuvimos tiempo –ni mucho menos carácter– para decidir cuál de las dos parejas hablaba primero. Ellos tenían más experiencia que nosotros, de eso no hay duda, todos en algún momento le hemos dado una moneda a Maverick así que su maña aplastó nuestro entusiasmo. Una vez pasada la registradora el manager desenfundó una guitarra –que sacó como desenfundaban las pistolas los vaqueros del viejo oeste– y le dio una señal a Maverick para que abriera la boca y cantara cualquier ranchera. Uzuga me dijo entre dientes:
–Estos tienen más hambre que nosotros. Además, hombre, de que te preocupás si nosotros estamos con Fuad y Fuad es el padre.
Los pasajeros estaban allí formando siempre el mismo paisaje, tan bien sentaditos y sin despelucarse por la ranchera, porque el gel es un gran invento, soporta cualquier ventarrón, lástima que dé caspa.

El tiempo pasa
Y no te puedo olvidar
Donde quiera que te encuentres
Espero que tú
Al escucharla te acuerdes de mí
Cómo me acuerdo de ti


Los vidrios del bus retumban ante el destemple de esa voz. El tiempo le había hecho mella y lo que antes era un gorrión gordinflón ahora el grito de un buitre con hambre.
La pelada que estaba sentada delante de nosotros nos miraba como diciendo, este par vienen de allá del estadio; Uzuga la miró comparándola con su mano, como diciendo ¿cuál será mejor? Adivinándole el pensamiento le hice una caricia cómplice en la nuca dándole a entender que es mejor la mano porque ella no habla ni se va, y si lo hace se va con uno.

Si vieras
Yo como te recuerdo
En mi locos momentos
Le pido a Dios que vuelvas
Si vieras
Yo como te recuerdo
Será porque tus besos.

Súbitamente el niño se calló después de Guarín. Se metió un dedo en la boca y el manager volvió a poner cara de puño. Era evidente que se le había olvidado la canción. Un viejito sin caja de dientes y con un aparato en el oído fue el único que tuvo la buena educación de aplaudir la extraordinaria voz de Maverick. Le hice una seña a mi compañero y nos levantamos de la silla como dos expertos sofistas para agarramos de la barra del bus. Ya nos disponíamos a hablar cuando el manager (que seguía con su imperturbabilidad de cara de puño) volvió a abrir la boca
–Señores pasajeros: tengan de verdad muy buenas tardes. Estoy seguro que en algún momento de sus vidas ustedes habrán escuchado hablar de Maverick, y es lo más normal del mundo. Este niño, que hoy ustedes escucharon, tiene la misma movilidad tonal de un Jorge Negrete. Como él denigró de su familia noble y la traicionó no yéndose a estudiar inmediatamente cacofonía y ciencias idiosincráticas de la voz humana, sino que se dedicó al dudoso oficio de cantar rancheras. Alguna vez a los tres años, quedó muy impresionado al ver en el autocine La Villa la película La muchila azul con Pedrito Fernández, el ahijado de Vicente. Los padres de Maverick habían traído el autocine a la ciudad para conseguir plática, pero a ellos no les interesaba el cine, no señores, ya que lo consideraban un invento abyecto y putrefacto, perteneciente a las clases populares y no a la aristocracia de la cual ellos pertenecían. Pues parece que el niño apenas empezó a ver los primeros fotogramas (como lo llaman los entendidos) empezó a dejarse llevar por la música y la consonancia que puede tener la letra de la mochila azul, la de ojitos dormilones, pues me dejó gran inquietud y bajas calificaciones; y así cantaba Maverick sin hablar con la estupidez de los niños de esa edad, si no todo lo contrario señoras y señores, dejándose llevar por la cadenciocidad y voluptuosidad de quien recita algo que tiene en lo que llaman el disco duro. Entre el público estaban los abuelos del chico quienes habían visto en persona la presentación de Caruso en Manaos y desde ese momento habían quedado muy prendados de la ópera y todos sus corotos. Le hacían señas a los papás para que lo callaran pues bastante tenían con saber que sus hijos tenían un oficio tan poco aristocrático como era el de ser mercachifles del cine, para saber que su nieto estaba irrevocablemente destinado al crudo y denigrante oficio de ser cantador de rancheras. Los papás persiguieron al niño que corriendo pesadamente cantaba si al recreo quiero salir, no me divierto con nada, no sé leer ni escribir me hace falta tu mirada y ya; lo iban a agarrar cuando se encontraron de frente con unas botas con espuelas. Los papás muy educadamente le dijeron “señor, por favor ¿podría darnos paso para castigar a nuestro hijo? En verdad le agradeceríamos mucho que se quitara y arreglar nuestros asuntos” y el tipo con espuelas y bigote y sombrero mexicano le dijo “pos usted no sabe quien soy yo” y el papá muy decente y muy lindo como cualquier aristócrata le dijo “yo no sé ni me importa”, y el charro le dijo “pos cuate, yo soy Otilino Fernández el hermano de Vicente y a mi me gusta la voz de su chamaco y me lo voy a llevar a que protagonice la mochila azul segunda parte porque a ese hijo de mala madre del Pedrito se le han subido pos los humos”. Y toda la gente gritaba, “¡que lo deje, que lo deje!”, pero el papá no se inmutaba. “Yo sé que ustedes son aristócratas, la familia de Jorge Negrete también lo era”, dijo Otilino pero los papás no le hicieron caso y agarraron al pequeño y gordito Maverick –que desde su nacimiento estaba predestinado a ser el sucesor de Caruso– y ya todo se iba a solucionar cuando Otilino sacó un revolver y dijo “¡A un Fernández no se le dice que no!”. Y disparó sobre el padre y la madre de Maverick que cayeron en el acto y a sus abuelitos –que también se metieron– les dieron chumbimba y todos los que se metieron llevaron una bala en la frente por obra y gracia de Otilino. Yo también estaba allí y pude ver con nitidez cómo un gendarme disparó sobre el hermano de Vicente y cómo cayó. Maverick lo miraba todo con sus dos totes abiertos y yo lo rescaté y ya íbamos a salir del autocine cuando una mano agarró mi camiseta “Mira cuate –me dijo un Otilino agonizante– este chamaco tiene talento; toma, éste es el teléfono de mi hermano, el de su finca en Guanajuato, habla con él y llévalo, La mochila azul, Parte dos debe hacerse y este niño es el indicado. El mundo tiene que conocerlo y tú eres el elegido. Llévalo al lado de mi hermano y todo será arreglado. Y salí sin poderme ver el final de la película de Pedrito Fernández que por cierto había causado gran conmoción. Hace quince años que pasó todo esto y hablamos con Vicente, y él nos va a mandar la plata para ir a su finca de Guanajuato, pero necesitamos abrir una cuenta en el banco para que nos manden el girito, así que, querido público, el niño Maverick va a pasar por todos sus puestos para recoger los billeticos que ustedes van a tener la amabilidad de dar, ya que tienen el deber de apoyar el arte nacional”.

Muchos de los que iban en el bus botaron lágrimas al escuchar el relato. El rostro no tan imberbe de Maverick recogió el dinero que la gente daba a borbotones. No parecía un niño recogiendo limosna sino un enano asaltando un bus. Sabíamos que era una mentira, la más rebuscada que habíamos escuchado pero aún así nos conmovió y hasta sacamos de nuestras mochilas las pocas monedas que habíamos podido recoger aquella tarde. Nos sentamos en el sillón de atrás y vimos las calles desoladas, éste tal vez sería el último recorrido que daría ese bus, tal vez sería el último bus que quedaba en la ciudad. Había saqueos y desde la ventana podía ver a los mendigos vestidos con abrigos de pieles y revestidos de joyas. Más que aburridos nos bajamos en la Santo Tomás sin pedirle nada a los pasajeros que ya le habían dado todo, incluso sus lágrimas, al niño y su manager. Uzuga me explicó en buenos términos que su sandalia se había roto en el saltito que había dado al bajarse y que: hombre yo no puedo caminar así.
–Porque vos sabés que soy muy sensible a las bacterias y a todas esas cosas mi hermano y acuérdese quien lo llevó al maestro y lo salvó de la putrefacción eterna.
Así que más para que se callara que por gratitud, le cedí mis sandalias arrastrándome con toda la mugre, y las consiguientes astillitas de vidrio, que pueda haber en veintitrés cuadras. Recogí con los pies todas las astillas que habían dejado el saqueo porque mientras toda la ciudad se concentraba en el estadio, los indigentes y locos habían aprovechado la oportunidad para robarlo todo e incendiarlo. Por fin la ciudad era de ellos. Allí me di cuenta que mezclados con nosotros también estaba la policía y que en Fuad habíamos obtenido una verdadera democracia. Las calles estaban llenas de basura y de mierda. Los locos bailaban un vals que sólo estaba en sus cabezas. Alguno trató de quitarme la bolsa pero al verme descalzo y con la túnica desgarrada se rió de mi y me tiró un pedazo de pan en la cara. Llegué al estadio con los pies rotos y llenos de astillas de vidrio y por dentro maldecía a Uzuga, pero apreté los puños y pensé en que él también era mi hermano y en su debido momento también me ayudaría; y me sentí bien al pensar así, al ser por fin un hijo digno de Fuad.

Hoy es el último amanecer. Lo veo, es idéntico a los otros. Lo único que lo diferencia es una capita amarilla hecha por las llamas que por cierto ahora consumen el sur. Las casas de al lado ya se han chamuscado, todo huele a rata tostada. Mis manos ya no tiemblan. Las papas se acabaron hace tres cigarrillos. Con ellos burlo el hambre y son más efectivos que las papas. Antes de que todo esto pasara yo fumaba Piel Roja pero lo hacía como para llenar los silencios que quedaban después de cada palabra. Nunca tuve necesidad de hacerlo. La gente me miraba raro porque fumaba Piel Roja, el humo es espeso y huele a pecuela. Alguna vez trataron de lincharme porque creyeron que era marihuana y yo tuve que esconderme en el río para no perder la vida. En Cúcuta no podían ver a los marihuaneros y a mí me costaba mucho trabajo explicarles que eso que yo tenía en mis manos no era un bareto sino Piel Roja, puro tabaco negro colombiano, la única empresa nacional que todavía quedaba en pie. En la casa se reunieron y llegaron a la determinación de que tenía que cambiar mi marca de cigarrillos porque temían el escarnio público. Con el tiempo el Piel Roja fue acabando con mi garganta y lo dejé sólo cuando ya a nadie le molestaba.

La tierra se empezó a sacudir desde anoche, los edificios se bambolean como dientes flojos. Dentro de poco vendrá el último sacudón. Entonces todo estará en el piso. La tierra va dando un margen para el suspenso. Nada lo improvisa. Pobrecita la tierra, todo el trabajo que se toma para generar suspenso, ¿es que no se da cuenta que ya no hay nadie en la ciudad? ¿Es que no sabe que el último de los hombres que queda acá soy yo?

Trato de dormir tranquilo pero es imposible; estoy solo y el mundo es mío. Los locos que bailaban en las calles también se largaron. Fernanda se fue con ellos, dejaré que las llamas vengan a buscarme, no me peinaré ni me bañaré. Busco en mis bolsillos algún billete, nunca pude quemar uno. En casa decía que traía ruina eterna quemarlos o romperlos. Desde que me dijeron eso siempre tuve la intención de destrozarlos pero no me atrevía y pasaba noches en vela contemplando la textura de los billetes y lo intenté muchas veces pero era más fuerte el miedo que me daban Dios y sus represalias. Lo busqué y no encontré nada, un par de lágrimas se me escurrieron por el rostro. A lo mejor sí tengo miedo de morir solo, a lo mejor me hace falta Fernanda.

El día en que todos se fueron hizo sol. Amaneció a eso de las tres de la mañana. Nos despertó uno de los consortes de Fuad, con el mismo megáfono con que el maestro reveló la primera profecía. Yo no había dormido, creo que nadie lo hizo. Uzuga me había estrechado toda la noche. Sus brazos peludos y gordos me acordaron de Fernanda y su cara blanca: “si ella estuviera en mi vida yo no estaría en esta carpa masturbándome entre el pasto, de pronto sería feliz, comiendo pan con queso y chocolate. Nada de esto estuviera pasando”. Pensé por un momento que mi vida era una mierda, sólo por un momento, pero luego reflexioné y recordé al profeta y en realidad estaba haciendo lo correcto.

Recibimos la orden de recoger las carpas, Uzuga recogió la nuestra, pues yo todavía me estaba sacando las astillitas de vidrio que tenía adheridas a las plantas de los pies. A las cinco nos revolvieron con las mujeres. El tiempo con mi mano me hizo entender que es mucho mejor masturbarse por el pasto o el concreto que por una hembra. Pero eso lo piensa uno cuando no las ve, porque al tenerlas al frente todavía se siente el cosquilleo, las ganas de estar en alguien. Todo eso lo pensaba al ver las mujeres de la congregación que vestían unas batas roídas y llevaban el pelo enmarañado, las uñas negras y la cara como llena de hollín. Nadie se bañó en el tiempo en que se unió a Fuad.
–Si piensas en pureza renunciarás a ella. Concéntrate, atrévete a ser feliz, nada bueno traen las mujeres. –Era Uzuga reprendiéndome cogiendo una manga de mi bata. Estaba asimilando su consejo cuando entre todas volvió a estar ella, Fernanda, con sus ojos verdes ya desprovistos de gafas. Lucía más delgada y blanca. La santidad llevaba su hermosura a lo inadmisible. La acompañaba el mismo tipo con el que la vi en el bar. Uzuga me hablaba al oído, pero no pude escuchar una sola palabra de las que decía. Sus frases se deshacían formando la figura de Fernanda.

No supe cómo nos íbamos a dividir. Un tipo repartió unas balotas, sin mirar la bolsa –todos mi sentidos estaban puestos en la mujer– saqué una bolita, era roja como una de billar y llevaba el número seis escrito en negro, la de Uzuga era naranja y tenía el diez.
–Ha llegado el momento, nos tenemos que separar.
– ¿Cómo así, si faltan quince días para el terremoto?
–Lo sé, pero el Maestro los últimos días ha sido presa de unos extraños accesos de migrañas y ya no se siente tan seguro de la fecha, no quiere correr riesgos como los corrió Moisés en Egipto así que partimos hoy.
– ¡Uzuga! ¿Todos nos vamos para el mismo sitio?
–No, nos van a repartir en doce grupos y algunos hasta se quedarán ya que corre el rumor de que hay más gente que cupos, así que unos pocos se quedarán acá a ver cómo la profecía se cumple.
– ¿Eso quiere decir que sacrificarán gente?
–A sacrificar no, a dejar mi hermano. –Uzuga no me pudo decir más porque dieron por el megáfono la orden inmediata de buscar a la gente que tuviera el mismo color de balota. Nos alcanzamos a besar las manos y no lo volví a ver más.

Ella estaba entre la gente, su mano se dejaba ver blanca y pura, como la mano de un niño, jugaba con una balota roja y la gente se agrupaba en torno a ella. Teniendo miedo a un rechazo no la busqué, además no podía moverme mucho pues muchas piedritas reposaban en el piso, y a cualquier paso me herirían. Así que me limitaba a ver cómo le daba pedacitos de pan a su compañero, que ya no era el hombre tipo jugador de Rugby que había conocido en el bar. El tipo estaba flaco y ojeroso y en su mirada pude ver un destello de santidad, típico de aquellos que creían en Fuad.

En la tarima apareció el maestro que también estaba bastante deslucido, en las últimas semanas las migrañas lo habían azotado despiadadamente y se le notaba el cansancio de dirigir una comunidad tan grande como era la nuestra. El deterioro fue inmediato y una protuberancia, al principio leve, empezaba a romperle la frente, al verlo ahora pude reconocer a la altura de la ceja el tumor, tan redondo y duro como un balón de Microfútbol. Estaba tan cansado que no podía hablarnos directamente así que utilizó uno de sus rubicundos y agraciados angelitos.

–El maestro Fuad, en calidad de representante de Dios en la tierra ha ordenado que se efectúen las siguientes órdenes:
Primero: Nuestro éxodo debe efectuarse en el acto, es decir, ya mismo. La misión que tenía para con nosotros ha concluido. Segundo: maldice a todos los que en vez de seguirlo renegaron de él y su forma de castigarlos será no acogiéndolos en su bendito seno. Tercero: la población se ha dividido en doce grupos que saldrán a diferentes partes de la Amazonía donde, tal y como lo hizo Noé en su barca, empezaremos un nuevo génesis en la historia del mundo, ya libre de la maldad y el pecado de los hombres y lleno de pureza y oración. Cuarto: la fábrica automotriz El regreso de Choronta, perteneciente a nuestro querido hermano Jerónimo Restrepo, ha donado dos mil buses donde cabrán doscientos ochenta y tres mil cuatrocientos veintitrés hermanos; esto quiere decir, utilizando las más elementales leyes algebraicas, que uno de nosotros hermanos míos tendrá que ver cómo Dios por intermedio de Fuad tomará venganza sobre esta ciudad partiéndola en dos, tres o miles de pedazos. Si hay algún voluntario que alce la mano, sino Fuad elegirá en su eterna libertad, porque ya lo dice el proverbio: si él lo ha traído sólo él se lo llevará.

Pero no hubo necesidad de tomar ese procedimiento, porque de nuestro grupo una mano se alzó, precisamente la misma que tocaba a Fernanda. Ella lanzó un leve gemido pero él la calló con un beso en su frente. Ya, como dije, no se le notaba esa suficiencia de cuando era del mundo. Ahora su palidez era una muestra de la entrega que había tenido para erigir el legado de Fuad en la tierra. El tipo se puso de pie mientras la gente de los otros grupos le abría paso haciéndole una especie de calle de honor. Ella le servía de bastón en su moribundo andar mientras un silencio solemne acompañó el recorrido que los llevó hasta Fuad; el maestro emocionado, y haciendo un enorme esfuerzo –ya que él también estaba débil y decadente–, lo abrazó y besó en la boca.
–Que nunca en sus vidas se les olvide este hermano y que siempre esté en vuestras oraciones pues él ha dado su vida por las vuestras.

Lo volvió a abrazar y a besar. Los que estaban conmigo lo envidiaban, era un privilegio estar allí, aclamado por Fuad y por los hermanos. Ella permanecía impávida con la mirada perdida en la masa.
–Para que veas hermano cómo tu padre no te desampara te atravesaré con esta daga, con la misma daga con la cual derroté al Diablo, para que seas bendito y tengas un puesto asegurado a la diestra del padre.

“¡Que así sea!”, contestó el público. Pero Fuad estaba muy cansado –en realidad en ese momento empezó a ser el mismo borracho miserable que se la pasaba con un disco de Felipe Pirela debajo del sobaco– como para intentar traspasar con la hoja de la daga el esternón del tipo, así que le pidió ayuda a uno de sus niños que arropó con sus manos las de Fuad y guió la daga una, dos y hasta cuatro veces a lo más profundo del pecho del tipo al que nunca le preguntaron si era mejor morir apuñaleado, o como ahora estoy muriendo yo, viendo cómo un incendio destruye la ciudad.

Fernanda no lloró a su hombre, al contrario, una leve sonrisa le pasó por su rostro. Sabía que él moría como un héroe y ella por consiguiente se transformaba en una santa. Con una extraña desenvoltura se bajó del escenario sin ayuda de nadie, con gran agilidad esquivó el tumulto y sorpresivamente vino hasta mí –me había visto entre la masa– y me abrazó, estrechándome más fuerte que Uzuga en sus noches de insomnio.
–Estoy sola hermano, estoy sola.

Su cabeza se fue metiendo entre mi pecho y yo la dejaba como quien se pierde en las delicias de un sueño. Poco me importaba si estaban o no permitidas las relaciones entre hombres y mujeres, pero igual todos nos íbamos y la misma Fernanda había logrado mantener una relación dentro de la misma congregación. No todo era paja y oración, sentí sus lágrimas en mi pecho y sus dientes aprisionado mi tetilla para no soltar el gemido que se le atravesaba en la garganta.

La tierra ha empezado a sacudirse, un lamento se va extendiendo por la tierra, es la ciudad que se queja, son los ecos de los que cayeron en doscientos años de fundación, es el final, es el último terremoto. Yo ya no estoy vivo, sólo soy un fantasma.
–Abráceme también hermano, sea partícipe de mi dolor. Él entregó la vida por los hombres y ellos lo olvidarán pronto. Estaba escrito en las piedras y él lo sabía. Ahora por ser el escogido no es nada, sólo es algo que pasó, como usted o como yo querido hermano mío.
La abracé, la abracé duro. La gente empezaba a abandonar el estadio y yo la abrazaba durísimo. Ahí estábamos, con todo el Amazonas para nosotros, desplazando por segunda vez a los indios, vistiéndonos con sus taparrabos, cazando al jaguar, comiéndonos las pirañas, ella y yo tragándonos la selva, esa parte inacabada del mundo, esa vagina inmensa del universo llena de tanta perfidia y putrefacción. No nos separamos ni siquiera cuando empezamos a salir con nuestro grupo. Para mí sólo estábamos ella y yo y no había nadie más. No hablamos, juro que no lo hicimos, era el fin de las palabras.
–Fernanda me has hecho tan feliz, que hasta olvidé las llagas de mis pies desprovistos de calzado.

Emocionado le conté todo el bien que le había hecho a Uzuga dándole mis sandalias, le dije entre otras cosas que lo hacía porque él me había salvado la vida presentándome al maestro y que si no fuera por él en ese momento sería un impío de los que deambulan en las busetas de la ciudad. Ella escondió el rostro entre sus manos, estaba visiblemente emocionada.
–Vamos, no es para tanto, cualquiera en mi lugar hubiese hecho lo mismo. Además comparado con lo que otros han hecho es una ofrenda muy pequeña. Todos debemos ayudarnos, esa es la idea.

Ella se descubrió el rostro y me miró con los ojos arrasados en lágrimas.
– ¡Pero qué has hecho insensato! – dijo en un ataque de histeria, varios empezaron a mirar a donde nosotros estábamos– No nos mereces, ¿no sabes que por los zapatos nos distinguimos del mono? El zapato es una ofrenda que les hace Fuad a sus hijos y allí reside el alma del individuo. Sin sandalias no puedes pertenecer a la comunidad ya que tocas con tu piel la tierra de los hombres.
De un empujón se alejó de mí y empezó a señalarme, noté que su dedo le temblaba al igual que su barbilla.
–Ni siquiera sabes lo que te espera por perder tu calzado. Has preferido a un hombre que a Fuad, has pecado de idolatría miserable salvaje.
Y abriendo su boca empezó a gritar.
– ¡Descalzo! ¡Este hombre está descalzo!
Todos se apartaron de mí formando un círculo alrededor. Yo era la bruja que debería ser quemada.
- ¡Está descalzo!
Un niño muy gordito vomitó al verme los pies sucios y ensangrentados, era un paria, un gusano, ya no era uno de ellos.

– ¡Esperen, esperen un segundo! Estoy descalzo, pero lo hice para ayudar a un amigo –trataba de explicarme pero es muy difícil dejar oír una voz en el murmullo aplastante de miles de personas señalándome.
– ¡No importa! –Gritaba alguien– ¡No importa porque el único amigo verdadero es Fuad!

Una viejuca de lo más fea se abrió paso entre el público y empezó a abrir la boca y creí que iba a salir de ella un petirrojo o en su defecto una planta llena de colores pero en vez de eso un gargajo verdoso salió de ella y se estalló contra mi rostro. Un gordo, el papá del niño que vomitó, se acercó tanto que hasta pude olerle el hedor que le salía por la boca. Sin mediar palabra me rasgó las vestiduras.
–Ya que estás descalzo poco importa que estés desnudo –me dijo el gordo recibiendo a Fernanda que se le abalanzaba en sus brazos–. ¡Traigan una de esas celdas portátiles que tenemos en los camerinos! –Siguió diciendo el gordo mientras le subía la mano por entre la túnica–, a este infiel lo dejaremos encerrado para que se desespere y muera como una rata cuando la tierra empiece a tomar venganza contra los hombres.

Dos lindos querubines trajeron la celda. El gordo y dos de sus amigos me echaron esposado y desnudo a la frialdad del hierro. Fernanda besaba con pasión al gordo.
–Por favor quítame su aliento, la marca de sus brazos en mi cintura –le suplicaba al gordo mientras le estrechaba con sus manos el flácido rostro.
Ella vino un momento hasta la celda abrió la boca y me escupió, después se fue alejando con el gordo hasta que se metieron en un transchoronta.

Desde la celda pude ver cómo se organizaba el éxodo más grande desde la salida de los israelitas de Egipto. Nadie se llevó nada de lo que traía, formando una cadena cantaban gozosos y se sentían en gracia por el simple hecho de no morir en mayo. Con un gramófono, uno de los querubines los organizaba sistemáticamente, los buses se fueron llenando y el estadio Alfonso López se iba convirtiendo en un desierto. Fuad se mantenía a un lado con un gordito que me parecía extraordinariamente conocido pero por efecto del aturdimiento que me producía la estrecha celda no pude reconocerlo. En menos de dos horas el éxodo se cumplió. Todos se fueron menos yo. Las nubes se habían juntado y la llovizna convertía la cancha en un lodazal. Alguien había dicho que la gramilla del Alfonso López era la que mejor drenaje tenía en el país, cosa que había quedado desvirtuada al ver el lodo saliendo del pasto ya amarillo de lo quemado que estaba. Pero todo esto tenía un atenuante, ni la mejor gramilla del mundo podía soportar el estrago que deja una congregación asentada durante meses en una cancha.

Cuando ya me estaba resignando a morir en la celda, no por el terremoto sino por el hambre. Maverick –el gordito que acompañaba al Maestro– abrió la celda. No le dije una palabra, todo era inútil. En el centro de la cancha se dejaba ver la figura de un anciano sentado plácidamente en una silla reclinomática, empinando parsimoniosamente una botella. Con una señal del dedo llamó a Maverick, el niño fue hasta allá y el anciano le murmuró al oído palabras que por cierto no tenían nada de venerable. Maverick asintió y fue hasta la vieja radiola para colocar un disco:
Si yo pudiera
Dañar mi vida
La dañaría
Esa mujer
Vive conmigo
Queriendo a otro
Soy malquerido
Por la mujer que yo más quiero

– ¡Ah! Felipe Pirela –dijo suspirando Fuad– ese sí que sabía cantar Maverick, ese fue el más grande de los bohemios.
Después detuvo su mirada en el cielo, tomó un trago más largo que los otros y tiró la botella al lodo. El Santo varón había desaparecido y ahora estaba de nuevo el viejo borracho y su tumor nauseabundo, el que todos vimos pasar un día con un Long Play de Felipe Pirela bajo del brazo.
–Yo sólo quería que la gente me escuchara –todo se lo decía a Maverick, aunque sé que una partecita me la decía también a mí, que en algo representaba a la humanidad en ese histórico momento–, lo de la Virgen del Perpetuo Socorro era verdad, ella se dirigió a mí pero yo no pude aceptar su santidad. Nadie nos garantiza la vida eterna, por eso no me fui, estoy cansado, enfermo y quería tomar un trago antes de cerrar los ojos. El Apocalipsis va a empezar conmigo y yo sólo quiero cerrar los ojos Maverick, quiero que el temblor me encuentre dormido. Maverick, por favor, desnúdame y desnúdate tú también, ya que va a seguir lloviendo.

Agarrados de la mano se acostaron juntos en el barro a ver el cielo que hace rato no era azul y estaba rebosante de nubarrones grises. Siempre me han gustado los cielos grises y nunca he entendido por qué le llaman a un día soleado un lindo día. El tocadiscos tocó todos los éxitos de Felipe Pirela incluyendo Flores negras y otra versión en charanga de El malquerido; entonces, una vez el disco empezó a girar sin sonido Fuad se volteó adonde estaba Maverick y mirándolo fijamente a los ojos le hundió la daga en la garganta. Lo agarró muy fuerte de la empuñadora añadiéndola una presión despiadada y no lo soltó hasta que la hoja del cuchillo se dejó ver en la nuca del niño. Haciendo una tacita con sus manos bebió de la sangre de su discípulo que salía a borbotones. Después de calmar su sed me miró y sonrió, no me interpuse a que él se pasara el filo de la daga por su cuello. La risa no se le borró del rostro, la muerte se le manifestó porque sus ojos no emitieron ningún brillo y además un hilillo de baba mezclada con sangre le salió de la boca. Fuad entendió extraordinariamente bien que su papel en el mundo había concluido, fue dueño de la vida de mucha gente durante largos meses y con el invierno vendría su decaída.

Los del éxodo lo echarían de menos en el Amazonas, aunque antes de llegar allá se darían cuenta de que el líder no los acompañaría. Sentí asco por haber creído por un momento en él, pero curiosamente lo seguí admirando porque si los otros llegan al Amazonas y tienen hijos y vuelven a poblar el mundo, éste se regirá bajo la figura de Fuad, un hombre que estaba predestinado a ser un borracho y sin embargo cambió su destino y el de todos aquellos que escucharon su palabra.

Fui a ver qué reservas quedaban, agarré muchas papas con concha y con un costal al hombro crucé la ciudad. El éxodo no se había limitado al de los feligreses, la poca gente que quedaba en la calle también creía que el terremoto era inminente. Todas sus vidas habían estado con miedo de que la falla que pasa por Morro Rico alguna vez cediera, y ya la tierra había empezado a lamentarse. Entonces en carros o en cualquier cosa que se moviera la gente fue dejando la ciudad sola. Para irse habían hecho un puente que sustituyera en parte al caído viaducto. La construcción es sumamente fea pero cumple con la función de pasar carros. Yo pasé por ahí para ir al apartamento donde ahora precisamente escribo estas impresiones mías.

El fuego todo lo arrasa, se come a la ciudad como si fuera de madera. Desde un balcón parecido al mío Nerón vio cómo se consumía su ciudad de un solo lengüetazo de fuego. Siempre quise estar solo para poder escribir y ahora la soledad se me hace insoportable. Dentro de pocos minutos la profecía se cumplirá y estas palabras el fuego las devorará o simplemente se las llevará el viento. Estoy tranquilo, ya no hacen falta más palabras.

No hay comentarios:

Biobibliografía

Iván Gallo Sanabria nació en el año 1979 en la ciudad de Cúcuta - Colombia. Es historiador de la Universidad Industrial de Santander. Ha sido columnista y cuentista en diferentes diarios; crítico de cine en revistas especializadas en cine y creador de espacios para difundir el cine en televisión, radio y cine-clubes. Es autor de las novelas inéditas “Las once mil Vírgenes” y “Las naves ardiendo”, así como el libro de críticas de cine llamado “Los Consagrados”. Asimismo se ha desempeñado como docente de Literatura e Historia del Cine en diferentes universidades de Colombia, y como gestor del cine a través de cine clubes, televisión y radio en varias ciudades colombianas. Actualmente reside en Buenos Aires, Argentina, donde se desempeña como docente y escribe nuevos proyectos.